«Un chirrido metálico»

Mira el reloj con desgana y repara en que es la hora. Con parsimonia, estirando el tiempo, termina de recoger. A su mente traviesa le llegan recuerdos que intenta obviar, de hace justo un año. Cierra un cajón con fuerza desmedida, apaga las luces y sale.
Afuera coincide con Tristán, que tiene una librería justo al lado. Al igual que ella, está bajando la persiana. Se intercambian un saludo huraño mientras observan el desenrolle de chirrido metálico.
—Pareces enfadada —arranca él.
—¿Qué? No es nada, tranquilo. Tú tampoco andas muy católico, ¿no?
—¿Yo? Qué va. De lo más bien.

Se marchan cada uno por un lado. Ella recuerda que vino en metro. Él recapacita y decide alquilar media docena de películas. Ambos se dan la vuelta cabizbajos para sus nuevas trayectorias y chocan con cierta potencia.
—Perdona, es que iba al videoclub…
—No si yo también olvidé…
—Estamos jodidos.
—Vaya que sí.
—Dime, ¿lo extrañas mucho?
—Como si fuese ayer. ¿Y tú?
—No he llegado a tener un ayer con ella. Digamos que es platónico.
—Vosotros, los culturetas, haciendo apología del masoquismo.
—Bueno, eso es discutible.
—Perdona, he sido una borde.
—Tranquila. Estás disculpada. El día de los enamorados es muy cruel para los no correspondidos.
—Ya te digo… ¿sabes qué? ¡A la mierda! Me voy contigo a por las películas y nos damos un festín cinéfilo.
—De acuerdo, pero ningún título romántico.
—Ni de coña.

Durante la sesión en casa de Tristán hubo palomitas regadas con mucho vino. Cuando las películas y el tinto se terminaron, ya eran amigos del alma. Lloraron su destino, maldijeron las emociones descontroladas, y se confesaron todo. De tanto despecho acumulado, fue necesario sofocarlo.

Al día siguiente subieron las persianas a la vez y, sin mirarse, dieron por finalizado el paréntesis a su desdicha.