EL CAFÉ DE GABRIEL - Juan Luís Escrivá Aznar
JA
Juan Luís Escrivá Aznar

«EL CAFÉ DE GABRIEL»

821 palabras
6 minutos
84 lecturas
Reto creativo «Escribir es invitar»
😵 Imagina la aventura personal de un o una novelista que pierde la noción entre la realidad y la ficción.



                                          EL CAFÉ DE GABRIEL

 

                                                                                                                

 


 

La tarde languidecía.

Desde el Café, Gabriel podía ver como volvían en silencio algunos transeúntes. Reconocía en los andares a algunos de aquellos que por la mañana pasaron por las mismas aceras en dirección contraria.

Si la mañana había sido luminosa, ahora el día moría, lentamente.

Las personas eran sombras en movimiento, sombras entre las sombras de edificios y algún árbol dormido. Apenas se distinguían sus rostros y sus pasos parecían movidos por una suave fuerza más allá de sus voluntades.

Encogidos dentro de sus abrigos y con las manos en los bolsillos exhalaban por la boca, en forma de vaho, parte de sus almas.

Sentado dentro del Café, Gabriel se recostó un poco en su silla complacido de estar a cubierto de aquel frío glacial que barría las calles y tomó un sorbo, un tanto amargo, de la humeante taza.

Hizo la siguiente anotación en su cuaderno: “año 2015, 7 de Diciembre, cae la noche “

Gabriel era escritor y acercaba la caliente taza a sus labios una vez al año. Esa frecuencia no se había alterado en los últimos dos mil quince años que llevaba allí sentado. También se removía en su silla, algo dura, como dos veces cada mes.

Su actividad era por encima de todo cerebral y el resto de funciones fisiológicas estaban, digamos, hibernando. Su frecuencia cardiaca era de un latido cada diez: diez años.

Fiel al principio de que el fin del hombre consiste en la vida contemplativa se había instalado allí en el año cero. Él quería ser feliz y tomó esa decisión tras leer un rollo robado que provenía de la Biblioteca de Alejandría y que era de un tal Aristóteles. No sabía entonces que duraría tanto tantísimo semejante felicidad, pero, paradójicamente, su pregunta era ahora, si su empresa había tenido éxito, o bien, se podía considerar un fracaso.

Porque, dicho sea con sinceridad, a veces, se aburría y no se sentía pues, lo que se dice, del todo feliz feliz.

La tentación de levantarse y abandonar empezó a presentársele tímidamente al cumplirse la centuria de su situación sedente. Sus familiares, amigos y conocidos iban muriendo irremediablemente uno tras otro y, pasados dos siglos, Gabriel, echaba de menos hasta a sus enemigos.

No obstante, contemplar (y ese era su objetivo)  cómo transcurría la historia, la vida, las costumbres, guerras y hasta un terremoto, fiestas y monumentos, rituales, invasiones, hambrunas y pestes, un templo, bebés portados por sus madres, adolescentes corriendo y ancianos renqueando, juegos y funerales, actos de amor y asesinatos, susurros y gritos desgarrados y todo aquello que frente a un Café puede suceder a lo largo de mil años, todo delante de sus ojos, le resultaba distraído y emocionante. Y en el transcurso de los primeros mil años, le hizo reír, llorar, se le erizó el pelo más de una vez y en una ocasión se desmayó a causa de una mezcla convulsa de carcajadas y sollozos.

Y empezó a escribir:

“año 1000, 7 de Diciembre, creo que me voy”

Pero resistió.

Siempre elegía el invierno y su estilo es, como veis, más bien telegráfico, pero no falta desde el año mil de nuestra era, una anotación por año transcurrido y contemplado y que son las que componen su libro. Hacen un total de 1015 frases.

Destacamos las más significativas y célebres:

Año 1033, 7 de Diciembre, ¡coño!

Año 1314, ídem,  siento mil trescientas catorce tristezas hoy.

Año 1985, ídem, un perrillo murió de frío.

Año 2015, ídem, cae la noche.

Gabriel ya no podía más, alzose de su silla milenaria, crujieron sus huesos y tras una urgente visita al inodoro, ciñó su espada al cinto y abandonó el Café para siempre, dejando atrás las mamarrachadas, se dijo, de la vida contemplativa y la meditación eterna puesto que él era también un hombre destinado a la acción. Y carcajeándose, sollozó y viceversa.

Nada le vinculaba al mundo de esa noche, de ese año, de ese milenio. A nadie conocía, ni trabajo u hogar ninguno le esperaban

Cruzó la calle, sintió el frío como mil cuchillas clavándose en su piel. Los transeúntes, pese a su atuendo insólito, apenas lo miraron y continuaron sonámbulos sus respectivos caminos prefijados, insípidos.

El aliento de Gabriel también se perdía en la noche, como pequeñas nubes cálidas de vida que terminaban muriendo. Podía ver ahora, desde ese lado de la calle, el Café vacío, la solitaria taza humeante, el inmenso tiempo pasado.

Desesperado blandió su espada en grandes círculos al grito de “! Oh hermanos ¡”

Visité a Gabriel en el Hospital Presidio. Es uno de esos internos que sostienen la veracidad de su historia una y otra vez y que, si le sigues la corriente, se muestra tranquilo.

La espada que se le incautó in situ, fue datada por peritos arqueólogos del juzgado como objeto fabricado en el 37 a.c.

Ya no escribe, por eso lo hago yo por él. Mismos sorbos, mismo Café.




                                                            FIN


JA
Juan Luís Escrivá Aznar
Escritor de Relatos, Poesía y Ensayo.
Miembro desde hace 3 años.

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Sther Castilla Morcillo
09 sept, 01:21 h
necesitas leer hasta el final para ver que o quien es Gabriel. muy bueno.
JA
Juan Luís Escrivá Aznar
09 sept, 07:30 h
Gracias. Me alegro que le guste
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