«EL CAFFÈ FLORIAN»

Hoy me he despertado, bueno, lo ha hecho un carabinieri de muy buenas formas. No le entendí demasiado, tal vez porque el italiano no es mi lengua materna. O, quizás, porque la resaca que tengo es de campeonato.
Bajo como puedo de uno de los leones que están junto a la basílica de la plaza de San Marcos e intento recordar. Creo que la brisa del Gran Canal me ayudará a despejarme. Como puedo voy avanzando, intentando que ningún turista ansioso, y sin resaca, me lleve por delante. Me siento en un banco y cierro los ojos.
No. 
Mejor los abro porque si no me mareo. Respiro hondo. Eso es, ya comienzo a recordar.
Ayer me sentía mal conmigo mismo, creo que mi novela no va bien. Me falta esa chispa que haga carburar la lectura desde el principio hasta el final. Esa situación me hizo no disfrutar para nada de la fiesta de Gio y, sin saber cómo, llegué a esa vieja cafetería.
El camarero me miró raro, era el único que iba con máscara en el interior del local, pero no quería que la gente me viera la cara en esa situación.
Alguien se sentó frente a mí, también tenía máscara. Me dijo que era Goethe.
¡Por supuesto que sí, Goethe...!
No quise ser descortés y, en fin, la compañía no me venía mal. Comenzó a hablar de lo mucho que había cambiado Venecia, pero que aquel caffè seguía manteniendo el mismo encanto que hace 300 años, cuna de artistas y de literatos. Estuvimos hablando sobre su obra y, más tarde, se unieron más amigos enmascarados: Proust, Lord Byron y Rousseau. Juntos bebimos y hablamos de literatura.
¡Eso era!
Ahora ya recuerdo cómo encender la chispa de mi novela y, también, por qué me duele tanto la cabeza.