Fue la noche más cruenta que se vivió en Harlem. Sentía frío en el cuerpo y el corazón y me dejé consumir en la barra del "Swing’s Club". El viejo Billy tocaba jazz en un rincón oscuro mientras Greta nos desgarraba el espíritu con su voz rota. Gente solitaria ahogaba sus canas en la bruma del local.
—Ponme otro whisky sin hielo, Joe.
Joe era el dueño de aquel antro. Se jactaba de sus raíces africanas y se sentía más americano que nadie. Allí, Joe era el rey. Con su delantal blanco secaba las copas mientras daba pábulo a que los desgraciados regurgitaran sus penas y soñaran con volver.
—La última, McKenna.
Con el trapo al hombro me sirvió un whisky y lo bebí de un trago. Despidiéndome del bueno de Joe, salí a la calle desierta. Las luces de Broadway resplandecían a lo lejos, como estrellas. Pero yo no me dirigí a aquel lugar prometedor. Ni siquiera quise regresar a casa. Así que volví al despacho.
Era un lugar destartalado en la segunda planta de un edificio viejo. Su entrada no era la invitación ideal para nuevos clientes, pero trabajaba gracias al boca a boca. Además, el parpadeante cartel de neón rojo y verde del motel vecino iluminaba lo suficiente mi escritorio como para poder trabajar en mi máquina de escribir sin tener que encender las luces. Aquella semana la compañía me había cortado la luz por falta de pago.
El negocio no era rentable desde aquel caso del gato desaparecido de la señora Loui. A nadie le gusta descubrir que su nieto come mascotas por diversión.
Saqué las llaves de mi chaqueta. Hasta que no las introduje en la cerradura no me di cuenta de que aquella melodía de jazz salía de mi despacho. Estaba totalmente a oscuras y palpé mis bolsillos. Me había dejado la pistola en el cajón del escritorio. Supuse que si alguien quería matarme lo ideal no era entrar allí por la noche y poner un poco de música para alertarme, así que, intrigado, abrí la puerta y la cerré a mi espalda.
En un rincón se encendió la luz tenue de un fósforo. Pude vislumbrar un rostro de mujer encendiendo un cigarrillo. Después, pulsó el interruptor de la lámpara de sobremesa. ¿Quién había pagado mi factura?
La pregunta se perdió en mi subconsciente en cuanto la vi. Era realmente preciosa.
Se sentaba en un rincón de mi sofá de cuero desgastado. Llevaba un entallado vestido rojo, una larga y ondulada melena rubia y sus carnosos labios carmesí manchaban la boquilla de su cigarro. Me miró con los ojos oscuros entrecerrados y sonrió. Ni siquiera pude preguntar cuánto tiempo llevaba allí. Me alargó una tarjeta y yo la cogí mientras dejaba mi sombrero en el perchero.
“JOHN MCKENNA. DETECTIVE PRIVADO”
—Si se ha presentado a estas horas en mi despacho, su encargo debe ser urgente. Le saldrá caro.
Se puso en pie. Su rostro me resultaba increíblemente familiar.
—No lo creo, señor McKenna. Es usted el que pagará, muy a su pesar.
—¿Se ha equivocado de uniforme? No lleva puesto el frac…
La mujer rio con una risa seca. Pensé que iba a acercarse pero se dirigió a la estantería de detrás de mi escritorio, donde se acumulaban centenares de libros de tapa blanda, hojas baratas y portadas de dudoso gusto. Cogió uno con sus dedos enguantados y el corazón me dio un vuelco. No podía ser. Por mucho que supiera que conocía a aquella femme fatale que acudía en la noche fría a enturbiar mis desvelos.
Me mostró la portada del libro. "El caso de la mujer de rojo".
—¿Qué opinan sus clientes de que publique a los cuatro vientos sus aventuras y desventuras? —preguntó con su sensual voz.
—A los cuatro vientos… Es muy amable, muñeca, pero esos libros apenas los leo yo y mi madre en Mississipi.
El dibujo de la portada tenía los ojos oscuros y penetrantes de aquella damisela que no parecía en apuros. Debía ser la modelo… Pero en mi mente tenía claro que la conocía. Encendí un cigarrillo con manos temblorosas, desanudé la corbata que me asfixiaba y me froté los ojos con fuerza, soñoliento y embriagado. Cuando volví a mirar a mi alrededor, todo, a excepción de su vestido rojo, se había vuelto blanco y negro.
—¿Quién eres? —pregunté.
—Lo sabes.
En el tocadiscos seguía sonando la triste música de un saxo. Me estaba volviendo loco, así que saqué el disco y lo partí por la mitad. Un sudor frío recorrió mi frente.
—¿Eres tú? ¿Rebecca Welles? No es posible. Solo eres un personaje… Yo te creé.
Cuando volvió a sonreír no me cupo duda. Era Rebecca. Aquella timadora con una personalidad capaz de cambiar el rumbo de la vida de cualquier ser humano. Aspiró su cigarrillo y, acercándose, expulsó el humo lentamente sobre mi rostro. Me mareé y acabé sentado sobre el sofá con la hermosa Rebecca reclinada sobre mí.
—Prueba otra vez.
Yo solo podía pensar en la forma de sus labios al pronunciar cada palabra. Tan perfecta como la había descrito en el capítulo dos.
—Los personajes no salen de sus libros… —murmuré.
—Tú estás aquí.
—Yo soy el escritor.
Rebecca sonrió con malicia.
—¿Cuándo naciste? ¿Dónde? ¿Por qué eres detective? ¿Por qué escritor? ¿Te gusta bailar? ¿Quién eres, John McKenna?
Intenté dar respuesta a aquellas preguntas. Recordé mi vida que se remontaba a cuatro misteriosos casos, tres novelas mal escritas, noches de whisky en el bar de Joe, este miserable despacho y facturas sin pagar… ¿Quién era?
—¿Recuerdas haber escrito esto?
No lo recordaba. Me tendió la novela donde hice de ella una villana. Las páginas estaban en blanco. Me ahogaba.
Rebecca me susurró al oído.
—Solo eres un personaje más. Tu vida, como la mía, empieza y acaba en este capítulo.
A mi alrededor todo se volvió turbio y oscuro. Una nube de humo y niebla. Os juro que escuché el crujir del libro al pasar la última página.
Estos pensamientos me has despertado, muy inspirador, gracias