¡Déjenla a ella! -gritaba.
¡Tómenme a mí! -repetía cuando lo encontré años después del incidente.
Frente al muro de su confinamiento que le privaba de su más caro tesoro, el horizonte, soportando el cuerpo sobre sus piernas, como meditando. Era un macho soberbio, una especie nunca vista por aquí. Sus similares eran atracciones de circo que aparecían por aquí como actos de adivinación de las gitanas. Sus grandes ojos de color gris verdoso sombreados por largas pestañas, le hacía parecer un niño en desamparo. Toda su estampa, quitaba el sueño de las hembras y era pesadilla de maridos, cuyos celos acrecentados las historias que corrían sobre el color y tamaño de su masculinidad.
Desde muy pequeño descubrió el poder que tiene el canto, muy por encima de aquel que el del llanto. Los demás se desgañitaban el regreso de su madre mientras, él llegaba con su canto, hasta los oídos de aquellas que habían sido madres o esperaban serlo un día. Todas acudían hechizadas al centro de origen de ese artilugio sonoro, su adolescencia lo sumió en un silencio total, hasta que la madurez le regresó un nuevo timbre que atraía desde largas distancia a las oyentes féminas que le seguían como abejas a la flor.
Pero fue Carmela, la primera, la única, la de siempre, la que se quedó con el hasta el día final. Sus piernas, dejaban adivinar sus interminables muslos. Su andar altivo y firme provocaba las miradas de los machos hacia su pecho. Morena, imponente, ojos negros, casi redondos, que le asemejaban a una bebé cuyo rostro no ha crecido al ritmo de su cuerpo de mulata candente.
Al encuentro su rostro delató algo que él ya intuía, a partir de ese momento ambos serían sólo uno, para Carmelo, esa caída de pestañas fue una señal y una invitación al acercamiento. El viento los condujo al baile, el baile a la carrera y la carrera al regocijo. Ella probó su velocidad, él la siguió a la misma distancia que ella le marcaba. Ella probó su resistencia obligándolo a seguir el paso por la blanca arena que coronaba la playa, lo llevó al límite de su resistencia al hacerlo subir y bajar tras ella los blandos y empinados médanos que el viento hacía cantar. Ella se recostó jadeando, exhausta, él se le acercó golpeando el suelo en un baile frenético y exhibicionista, grabado en sus genes por generaciones, se arrodilló frente a ella y volvió a notar en la jadeante respiración de la hembra, lo voluminoso del pecho que movía al ritmo de su respiración. Luego se levantó y la rodeo bailando con pasos muy cortos y elaborados hasta colocarse a sus espaldas, rozando su cuello con el de ella le susurraba al oído en voz muy baja los cantos de amor que había aprendido en su niñez, o tal vez eran los gritos con los que llamaba a su madre durante sus primeros días de vida cuando se sentía alejado de ella, pero ahora su voz era diferente a la de aquel pequeño, se escuchaba como el rugido de un león que había sido domado por el amor.
El fragor de su pasión despertó al enjambre que dormitaba al pie de la duna. La alarma fue un ulular largo, y agudo que se asemejaba a un aullido con calidad de trino y que parecía resquebrajar sus gargantas al unísono, un sonido nunca escuchado antes en la región, como si su aprendizaje les viniera de antaño y les procurara la anhelada liberación. Aullido, clamor, grito o lamento, el ensordecedor alarido puso en pie de guerra a toda la marisma. Las paredes tristes y oscuras, de las casas grises aparentemente selladas para el exterior, ahora eran fuente de una reverberación tal, que a lo lejos se escuchaba su clamor, en una mezcla de aullido y trino, entre voz de bestias y alegoría de ángeles.
En su apasionado encuentro, la pareja, rodó por la duna hasta caer sobre la puerta de una de las casas golpeando a algunas de las que agazapadas gozaban del espectáculo para ellas pecaminoso que les brindaba la feliz pareja. Algunas salieron heridas en su físico, todas heridas en su ego al sentirse descubiertas, salieron chillando y soltando maldiciones.
El zumbido en que se convirtió la onda ensordecedora, atrajo cada vez a mayor número de justicieros, que esperaban probarse como impartidores de una justicia real y satisfactoria, que siempre es aplaudida cuando a sus fines oscuros les impiden dar cauce de otra manera a los celos, envidia, furia animal contenida que se lleva grabada en los genes, cultivada por generaciones de desesperanza. Verdadero enjambre de almas empobrecidas, desesperadas por abandono, hambre, desamor, ya no buscaban al causante de sus injurias, sino en quien cobrarse una venganza marcada en su sangre, para desahogar la furia contenida, acumulada por lustros de limitaciones, fatigas y desesperanzas en el despiadado arrabal de mugre en que el destino había convertido sus vidas.
Carmela interpuso su cuerpo entre los atacantes y su amado, sin que esto limitara la furia asesina. Los verdugos, uno a uno y en un orden que parecía una representación ensayada con premeditación tal que recordaba una consagración con visos de democracia iniciaron la procesión macabra de sangrar a los castigados, les siguieron aquellos que indecisos o temerosos del soporte de las amarras que contenían a los prisioneros. Al final de lo procesión y luego de horas de suplicio, reinició la procesión macabra, un nuevo carnaval, ahora con sus hijos pequeños, obligándolos a beber la dulce sangre de los cuerpos inertes de los infortunados, para sellarles a sus retoños en su mente esa lección imborrable de escarnio al que veían como justicia.
Carmela cayó en un último abrazo que intentaba proteger a su amado, ofrendando su vida para protegerlo. Carmelo resistió hasta donde su descomunal fortaleza se convirtió en su propio enemigo, al hacer más largo el tiempo de su tortura.
¡Déjenla a ella! -gritaba. - ¡es sólo una novela! Repetía. ¡Díselos tú!, me suplicó al reconocerme.