El reloj de cuco comenzaba a advertir la llegada inexorable de las tres de la mañana en aquel cubículo que se asemejaba más a un taller de historias inacabadas que a una biblioteca.
En el centro de aquella cárcel literaria se podía apreciar la fina luz de un candelabro modesto que dejaba entrever a un hombre de cabello grisáceo. Su mano dominante se deslizaba a través de las páginas escribiendo una historia de muñecos articulados, de una joven muchacha de semblante desfigurado y de una sombra maligna. No obstante, el misterio que se respiraba en ella parecía no saciarlo y esparció las hojas por los rincones olvidados de aquella habitación.
Arrastró su castigado cuerpo hasta su aposento para descansar plácidamente. A los pocos minutos se escuchó desde lejos a las figuras del reloj de cuco danza. Abrió lentamente sus ojos tras advertir el sonido sutil del chirriar de la puerta. Prendió un pequeño candil que reposaba en su mesita de noche. Las débiles llamas alcanzaban a vislumbrar un hombrecito de juguete sedente con la cabeza vencida hacia el suelo.
Extrañado, se dispuso a acercarse para verlo mejor. Cesó su propósito al sentir un crujido en su camino. Se trataba de una pierna tallada en madera con un zapato negro anexo a ella. Preguntando dónde estaría su dueño, alzó la vista hacia donde antes se encontraba inmóvil el juguete, quien le observaba directamente. Reparó entonces en que a su visitante le faltaba la pierna derecha. Sin poder apartar la mirada de sus ojos, lo vio desaparecer repentinamente tras la puerta. La intriga lo empujó a salir de la habitación en busca de respuestas.
Temblorosas, las llamas iluminaron el pasillo, descubriendo a un ejército de muñecos que reposaban en el suelo. Todos eran iguales y poseían el mismo defecto físico. El amenazado escritor reparó en que las múltiples miradas de los muñecos apuntaban al objeto que sostenía. La diminuta pierna de madera se deslizó y, antes de que tocara tierra, la multitud expectante se abalanzó como pudo sobre ella. Alejándose, contempló cómo peleaban entre ellos para ser los primeros en dar con el preciado tesoro.
Sus pies no cesaron hasta bajar al piso inferior. En él encontró la puerta abierta y ante ella la silueta de una joven a quien las sombras de la noche habían vestido de negro. El anciano comenzó a sospechar de dónde podían haber nacido. Se decidió a dar un paso hacia atrás sin apartarle la mirada. Presta, la joven lanzó su movimiento avanzando dos enormes pasos que acortaron la distancia. Advirtió entonces que nunca podría ganar aquella partida de ajedrez.
Permaneció por unos minutos calculando cuál sería su próxima jugada. Finalmente se aventuró a dar un paso hacia ella. La muchacha respondió. Se hallaban a tres casillas de diferencia. Sabía que si le alcanzaba, esta le arrastraría hasta lo más profundo del infierno, tal y como él había escrito. En aparente desventaja se lanzó a la última casilla. La mujer avanzó las dos casillas que les separaban. No obstante, su víctima alzó el candil a la altura de sus ojos. Ella se cubrió avergonzada el rostro desfigurado y retrocedió para ocultarse de nuevo en las sombras. El anciano continuó acercando la luz a su rostro. Huyendo, salió de la casa.
Buscando otra salida se topó con un manto negro que le observaba. Imaginó bajo él a la figura traslúcida que parecía haber cobrado vida como los personajes anteriores, vestida de huesos y magras carnes. Aquella alzó un brazo, descubriendo una afilada garra apuntando en dirección a la escalera que llevaban al segundo piso. Quería que volviese al lugar donde todo había comenzado. Por miedo a negarse corrió tan rápido como sus piernas le permitieron. Descubrió que en su despacho el candelabro había logrado resucitar las velas. Sobre la mesa todavía descansaba la libreta abierta cuyas hojas danzaban dando vueltas al escritorio. De pronto dio con la solución.
Sintió tras él a la figura misteriosa arrastrarse por el suelo de madera. Se lanzó hacia la libreta y la cerró. De súbito, el viento cesó y el silencio volvió a reinar. Exhausto, se desplomó sobre la silla y tomó aire. Se dirigió hacia la estantería para condenar la libreta y esa noche al eterno descanso. Al cerrar la puerta escuchó un golpe proceder del interior. Abrió de nuevo la entrada para comprobar que la libreta reposaba nuevamente sobre el escritorio. Se aproximó temeroso por lo que podía encontrar en ella.
Un golpe seco a sus espaldas le avisó que la puerta había sido cerrada. La sombra se encontraba a escasos metros de él, descubriendo su rostro consumido por la muerte. Alzó sus manos provocando que de ellas se desprendiese un polvo negro que se fue arrastrando por la habitación, recogiendo a su paso las hojas perdidas y devolviéndolas a su lugar de origen en el orden de antaño. Desesperanzado, tornó a posarse en la silla.
La oyó aproximarse y abatido, se abandonó a su destino inevitable agachando el mentón en señal de súplica. La afilada garra posó frente a su víctima una pluma estilográfica. El escritor leyó su intención.
Ágil, continuó escribiendo la historia que había dejado a medias. En ella, los muñecos lograban encontrar todas sus partes restantes; la mujer encontraba un alma que ofrecer en sacrificio; y la figura conseguía un cuerpo sin dueño en el que residir.
Cuando hubo terminado buscó la aprobación oportuna. No obstante, lo único que halló fue la mirada expectante de la mujer desde la puerta y la diminuta procesión procedente del pasillo. Sintiéndose acorralado, se apresuró a coger el candelabro dispuesto a repetir su hazaña anterior. No obstante, su visitante nocturno sopló para sumirlo en la oscuridad, dejándolo a merced de sus monstruos.
Lo último que alcanzó a escuchar fue el sonido de los hombrecitos de madera arrastrarse hacia él, a la joven avanzar lentamente y una respiración pausada sobre su nuca. Escuchó el reloj de cuco por última vez. Todavía eran las tres de la mañana.