—Cuenta la leyenda que un fantasma se lleva, en lo profundo del bosque, a los niños sin padres... —. Los ojos de Miguel se abrieron como platos—. ¡Para comérselos!
—¿Es verdad eso, Anastasio?
No hubo respuesta porque varios niños del pueblo comenzaron a tirarle piedras.
—¡A por el huérfano!
Miguel huyó y al ver al padre Tomás saliendo de la vicaría, aprovechó para refugiarse tras su sotana. El sacerdote lo miró y, con una risa lasciva, le recordó que en una hora debía de presentarse en su despacho para retomar las oraciones. Ante tales palabras, la idea de ser perseguido por los otros niños podía no ser tan mala.
Salió corriendo por delante de aquella jauría infantil y, como pudo, se adentró en el bosque. Sus perseguidores, atemorizados porque estaba anocheciendo, se volvieron. A cada zancada, la espesa vegetación dificultaba el paso. Unas ramas crujieron a su espalda, se giró automáticamente y cayó desmayado tras la visión de un espectro que lo miraba desafiante.
Despertó a la mañana siguiente en una casa desconocida. Un extraño se encontraba a los pies de la cama leyendo un libro de filosofía.
—¿Estás bien, chico?
—¿Dónde estoy? —preguntó mirando todo a su alrededor—. ¿Quién eres?
—Estás en mi refugio. Soy una especie de ermitaño, aunque en los pueblos de alrededor me conocen por varios nombres que ya no puedo ni recordar. Me han llamado desde bandolero hasta demonio.
—¡El fantasma!
—Ese debo ser yo; aunque si bien es verdad, mi leyenda se extiende por varios cientos de años.
—¿Cómo es eso posible?
—Porque quién soy pasa de generación en generación. Al igual que tú, estaba perdido y mi predecesor me rescató. Siempre ha sido así. Yo no tengo mucho que ofrecerte, salvo un futuro más cierto, un nombre y un legado.
Me ha encantado.
Saludos Insurgentes