El chirrido de los goznes y el aroma a café me dieron la bienvenida al establecimiento.
—¿Qué hay? –saludó el hombre detrás de la barra.
—Lo de siempre, Jorge.
Me caía bien Jorge. Era la única persona que me había seguido tratando con naturalidad después de que alcanzase el estrellato. El puñetero estrellato.
—Aquí tienes– Me deslizó una jarra rebosante de cerveza– Aún te queda media hora.
—Perfecto. ¿Sabes? Ya no recuerdo la última vez que me tomé una de estas. Con calma, quiero decir. Disfrutándola como solía hacer.
—Ya…
—Ni siquiera puedo salir con mi mejor amigo. Sin pretenderlo en absoluto, él también se ha convertido en famoso. Los paparazzi le pisan los talones constantemente porque saben que así conseguirán llegar hasta mí. Es muy tímido. No merece tal presión.
—Supongo que el éxito tiene sus inconvenientes…
—Y que lo digas–suspiré– Lo peor es la sensación de que ahora todo es irreversible, no existe posibilidad de dar marcha atrás.
—Bueno, imagino que todos queremos ser el centro de atención en algún momento. Pero una cosa son unos instantes de protagonismo y otra bien distinta es ser el héroe de la película hasta el fin de tus días. –Consultó su reloj– Tienes como mucho cinco minutos más.
—Suficientes. Esto fue lo que soñé desde que era pequeño, Jorge. ¿Por qué ahora lo desprecio tanto?
—Porque solo somos agradecidos en primera instancia. Cuando aquello por lo que mostramos gratitud se convierte en rutina, dejamos de valorarlo. Así de simple. Ya es la hora, por cierto.
Giró el letrero colgado del cristal. Oficialmente, el bar quedaba abierto al público. Al cabo de un rato, un muchacho cruzó el umbral. Por un segundo pareció que sus ojos iban a salirse de las órbitas.
—¡Madre mía! Eres…
Respiré hondo. «Qué remedio», pensé.