El hombre que se encogía en su celda, sabía mejor que nadie que debía estar asustado de las historias. Las palabras encerraban un poder inimaginable, encerraban el alma de quienes las escribían… Pensó, que siendo así, de la suya quedaría muy poco. Habían sido muchas las que había regalado inocentemente al mundo.
Se encogió aún más, sabiendo que pronto vendrían a por él, por su poder. Querrían que escribiera, porque las suyas nunca eran historias normales. Las suyas, se convertían en realidad.
Por eso le habían secuestrado y encerrado. Le habían tirado en esa habitación, con apenas comida medio decente y una cantidad insana de papel… para que escribiera. A veces, le decían qué debía escribir y esas eran mejores que cuando simplemente se dejaba llevar. Las historias que salían de su mente estaban plagadas de recuerdos y pesadillas…
Él no quería que ellos tuvieran su alma. No quería que conocieran su historia. Él quería escapar. Quería volver a ser él mismo, y que sus palabras fueran solo para él.
Pero no podía.
Siempre acababa volviendo a esa espiral de necesidad que le hacía estar inclinado durante horas sobre el escritorio, con sus brazos adoloridos por escribir y sus manos manchadas de tinta. Debería negarse a escribir. Pero cuando se nace escritor, aunque se sea en esa condición tan horrible de que sus historias no fueran solo historias, es imposible negarse lo que es como respirar.
Así que escribió purgando su mente de pesadillas.
Hasta que la puerta se abrió, y oyó a uno de ellos: - Es uno de los malos días. Apenas ha parado, lo siento mucho.
- Está bien. – respondió otra voz, con un tinte familiar en ella. – Sabíamos que esto iría a peor. No se preocupe, yo atenderé a mi padre.