Había agua por todas partes.
Me rodeaba el aroma salado del mar y la humedad me besaba la cara. A lo lejos se veía la figura solitaria del faro de Punta Roncadoira, vigilante y protector del navegante que se aventuraba en las bravías aguas de la costa de Xove. El frío viento del nordeste azotaba con fuerza y enredaba mi pelo mientras, de pie en la cubierta de proa, divisaba el horizonte. El ruido de las gotas de lluvia al aterrizar contra la madera del barco se hizo más presente y la fuerza del viento se tornó violenta. Se avecinaba tormenta y yo no estaba en un lugar seguro.
Me pareció ver un banco de niebla a lo lejos. Iba directa hacia ese punto y me sentía extrañamente incapaz de virar. Cinco minutos más tarde me encontraba rodeada de niebla, sin poder ver más allá de mis rodillas y la proa del barco. Asustada como estaba, una gélida caricia recorrió cada nervio de mi cuerpo y la presión del miedo se alojó en la base de mi cráneo, como una criatura al acecho esperando su oportunidad de salir. Algo iba mal.
Un rayo atravesó el cielo y la sombra de un barco se proyectó en la densa niebla. ¿Serían imaginaciones mías? Hasta hace un momento no había divisado ninguna embarcación, pero para ser honesta, tampoco había visto la niebla.
Otro rayo, esta vez más cerca. Tanto, que la luz me cegó por un instante. Me tambaleé, y cuando se aclaró mi visión, lo vi.
Sentí como el silencio se posaba alrededor de nosotros. Para mí, solo existía el sonido de mi sangre pasando por mis oídos mientras mi corazón latía con fuerza. Pero no podía apartar la vista. Me paralicé, consciente de mi cuerpo, pero sin ser dueña de él. Esto no podía ser real.
El hombre que tenía delante de mí, si es que se podía utilizar ese término para definirlo, desprendía una luz blanquecina y el dulce frío de la muerte. Su piel era del color de la leche agria y estaba hinchada. Vestía una casaca raída y gastada, sin color definido. No sabría decir si lo que llevaba puesto eran pantalones o un trapo, puesto que solo se veían girones de tela hasta los tobillos. Sus ojos, gris cenizo, eran lo más humano que poseía y a la vez lo más inquietante que había visto en mi vida. Estaban fijos en mí.
―¿Tienes miedo a la muerte? ―dijo con voz ronca.
No podía hablar. Ni siquiera sabía si seguía respirando. Esto no puede ser real. «No es real. No es real».
―Esto es real, querida. Tienes una deuda conmigo y he venido a cobrarla. ―La comisura de sus labios se curvó hacia arriba. Su mirada me recorrió de arriba abajo, estudiándome. Estudiando a su presa. Esa era yo.
No recuerdo de dónde saqué la voz y el valor suficientes, pero dije:
―¿Quién eres? ―Me temblaban las rodillas.
Una risa profunda hizo temblar su pecho.
―Soy el capitán del Holandés Errante, ¿no te acuerdas de mí? ―Se acercó―. Hace un tiempo me hiciste una promesa y no la has cumplido. Vengo a llevarme tu alma como pago. Mil años como parte de mi tripulación maldita. Sin poder pisar tierra, sin sentir el calor del sol, olvidando lo que es sentir emoción. Vivir sin vivir.
Me quedé quieta, mirándolo. En silencio, sin saber qué decir. ¿Me estaba volviendo loca? Esto no podía ser real.
―Realmente no te acuerdas. ―Parecía decepcionado―. Me prometiste que no volverías a surcar este mar, que no querías ahogarte, que harías lo posible para salir a flote y respirar. ―Su carcajada atravesó el aire―. Y mírate, aquí estás. Otra vez juntos.
Me faltaba el aire, no entendía ni una palabra. ¿Me había caído del barco y ahora estaba alucinando mientras me ahogaba? Esto no tenía sentido, así que me forcé a preguntar de nuevo:
―¿Quién eres? ―Estaba llorando. ¿Cuándo había empezado a llorar?
Me miró directamente a los ojos. ―Yo soy tu fracaso.
El agua entró en el barco, las olas crecían a mi alrededor. Chocaban contra la proa tan bruscamente que perdí el equilibrio. Caí al agua. La corriente me arrastraba, no podía nadar hacia la superficie. Me estaba ahogando. El pánico me atenazaba los tobillos, las muñecas, el cuello. El agua entraba en mis pulmones, se me nubló la vista y grité con mi último aliento.
⸙⸙⸙
El grito me despertó.
Me llevé las manos al cuello y respiré estrepitosamente al intentar llenar mis pulmones de aire. Tras varias bocanadas y con el corazón aún acelerado, presté atención a lo que me rodeaba. Estaba en mi despacho, sentada en mi escritorio con el portátil encendido. Había una hoja de Word en blanco esperando que mis manos escribieran las siguientes palabras. Todo había sido un sueño.
Había estado trabajando en mi último libro, basado en una leyenda del mar, hasta tarde. Mi anterior libro no se había vendido bien y ahora la inseguridad era mi eterna compañera. Con cada palabra que escribía, el miedo crecía, alimentándose de todos aquellos pensamientos que me decían que el fracaso era mi destino.
Me había prometido a mí misma mil y una veces no volver a surcar ese mar de sentimientos negativos. Hasta ahora había conseguido mantenerme a flote con la confianza en mí misma como bote salvavidas. Sin embargo, ese bote estaba hecho de papel y, a veces, la fuerza del mar era tan grande que lo hundía.
Había empezado a pensar que no era lo suficientemente buena como escritora y eso era lo que me estaba ahogando.