Diría que el cielo estaba encapotado, pero lo cierto es que no se veía una sola nube. Diría que la lluvia arañaba con sus zarpazos el cristal de la ventana, pero la verdad es que hacía un sol radiante.
Diría que el viento arrancaba de cuajo las hojas de los árboles, pero soplaba una brisa que invitaba a cualquiera a disfrutar del buen tiempo.
Asociamos las mayores tragedias con condiciones meteorológicas nefastas. No somos capaces de entender que las desgracias pueden ocurrir en cualquier momento, incluso en un día tan espléndido como aquel.
Supongo que eso lo complicó todo. No digo que una tormenta eléctrica hubiera hecho que encajara la noticia con más facilidad, pero sí habría reflejado mis sentimientos. Por decirlo de alguna manera, habría creído que la atmósfera se solidarizaba con mi causa.
Pero, claro, las cosas raramente salen como queremos. Y yo no quería que acabara así, tan abruptamente. No quería que se muriese, joder. Hizo cosas malas, pero ¿quién coño desea ver enterrado a su ídolo? A los referentes, como a los seres queridos, se les perdona todo.
Dejé de mirar al infinito y giré mi silla hacia la pared. Allí había colgado un póster de Michael Jackson de tamaño considerable. Para que os hagáis una idea, si uno lo enrollaba y lo sujetaba con una goma podía jugar al béisbol con él. Así de grande, supongo, era mi admiración.
Me la inculcó mi madre, como tantas otras cosas. Siempre me pregunté cómo era posible sentir una devoción semejante por alguien a quien ni siquiera se había conocido personalmente. Ahora ya me daba igual la respuesta.
Decidí despegarlo. No quería recordar. Todavía no.
Cuando lo retiré, un agujero asomó por la pintura. El póster lo había tapado todo este tiempo. Y ahora, desprovisto de la coraza que lo protegía, lucía expuesto y vulnerable.
Como mi corazón.
El señor Michael Jackson siempre será un ídolo de masas.
Saludos Insurgentes.