Apenas podía recordar la primera vez en que una desconocida le felicitó a través de las redes sociales. Habían pasado ya 5 años, casi 6 desde la publicación del libro, por lo que no sería muy apropiado decir que el éxito fue previsible. Aun así, aquel primer contacto con una lectora real tiempo atrás, fue tan inesperado como agradable.
Henchida de orgullo por sus palabras, no pudo evitar sentir que, si había alguien que de verdad disfrutó con su libro, todas las horas de trabajo, la inversión, el tiempo y los esfuerzos habían valido la pena. Aquella novela cumplió su misión. Tal fue la sensación que todo lo que vino después parecía estar amortiguado. Ya no tenía tanta importancia como aquel éxito inicial tan espontáneo. “Me buscó por el nombre solo para felicitarme ¿tanto le gustó?”.
Hubo dos novelas más, pero ninguna comparable con aquel primer libro. Y lo cierto es que le costaba colgarse el título de escritora. “¿Sí? ¿Lo soy?”, pensaba. Hasta el día en que recibió aquella llamada. Su ópera prima, el libro que publicara años atrás, se había convertido en best seller en el último semestre. Hacía un par de años que las ventas estaban disparadas, pero ¿cómo iba a imaginar que llegaría a semejante hazaña?
Al otro lado del teléfono su editor hablaba muy deprisa, sin darle tiempo a pensar o a articular palabra.
- ¡Enhorabuena! En breve recibirás el siguiente cheque y voy a concertar una sesión de fotos para renovar tus imágenes de archivo. Necesitamos material gráfico para la promoción. Te pasaré los detalles cuando lo tenga todo listo y ahora a celebrarlo. Hablamos.
Sin duda era escritora.
Llamó a su madre y a su abuela y pasó horas, días con aquella sonrisa en la cara. “Best seller ¿era ese el techo? Entonces ¿lo había conseguido? ¿Y ahora qué pasaría?”. Todo parecía teñido de una neblina espesa a su alrededor.
Unas semanas después su cara estaba en escaparates, centros comerciales, marquesinas y autobuses urbanos. Sin duda todo aquello estaba sucediendo de verdad y la inseguridad se apoderaba de su mente por momentos. No podía dejar de repasar todo lo que había escrito en aquel primer libro; las anécdotas, sus experiencias, pero también la forma en la que se había expresado.
“¿Qué pensaría la gente al leerlo? ¿Entenderían las intenciones que me llevaron a escribirlo? ¿Y todas esas opiniones personales que salpicaban la trama central? Quizás no debí añadirlas. El resultado era demasiado personal”.
Escribir por placer le permitía dejarse llevar ante la hoja en blanco; le permitía matar, ensalzar o tergiversar. Le ofrecía una sensación de libertad total, como si construyera un mundo paralelo, como si estuviera creando una fantasía en algún recóndito rincón del tiempo y el espacio que no supiera ubicar. Pero la consciencia de que allí había podido entrar otra persona, miles de ellas en realidad, era muy extraña, era incluso incómoda.
Ahora no dejaba de recordar que en su último libro había cambiado aquel tono dulce, cuidado y delicado por expresiones coloquiales, comentarios vulgares y un estilo desenfadado, humorístico y gamberro. Sí, esa era la palabra. Había escrito un libro gamberro. Fue solo para divertirse, con esas cosas de chicas que a todas han ruborizado en algún momento. Para reírse de sí misma y para ofrecer algo diferente, pero ahí estaba.
Su cara y su nombre eran públicos, entonces ¿buscaría la gente otras referencias suyas? ¿Les llevaría la curiosidad a conseguir los otros dos títulos que había publicado? Posiblemente. “¡Qué desastre!”.
Había pasado de escribir sobre los detalles más bonitos y mágicos de la maternidad a contar con qué tipo de hombres solía quedar, cómo sacar partido a las bolas chinas o peor, incluso había aireado sus fantasías más íntimas. Sin duda era un desastre. Ahora todo eso estaba por ahí, al alcance de cualquiera y lo que parecía divertido en un principio, se le antojaba vergonzante.
¿Eso lo sabían los autores? ¿En qué momento de esos años le advirtieron de que algo así podía pasar? Estaba bien la fantasía de que diferentes desconocidos leyeran las páginas que salían de su ordenador pero, en el momento en el que su identidad se había visto tan expuesta, la cosa cambiaba.
Pensaba en la pobre y prolífica Agatha Christie, a quien se le atribuía un deseo oculto por presenciar algún morboso asesinato o participar en él, después de que sus novelas describieran decenas de ellos, a cuál más complejo.
No había ya ninguna duda. La fina línea entre ser capaz de escribir libros y conseguir que otros lean esos libros se estaba desdibujando. Sin embargo, para conocer el resultado de todo aquello todavía tendría que esperar un poco más.