Multitud de sombras bailaban vivas en las paredes de mi cuarto, alentadas por el inocente titilar de una vela a medio consumir. A su vez, yacía un cuerpo decrépito en mi cama, mi cuerpo, observando singular espectáculo con un ojo abierto y el otro sumido en las tinieblas, sumergido en los recuerdos.
Cuando Victor llamó a la puerta, un borrón de oscuridad aún mantenía su contoneo, cada vez más débil, pero elegante y grácil al mismo tiempo, gracias al rescoldo centelleante que brillaba en un charco de cera. Bastó la ráfaga de un viento gélido que acompañó su llegada para acabar con la sombra superviviente, que rápidamente fue consumida por el potente resplandor de un farol de aceite. Juré ver cómo me lanzaba un beso antes de desaparecer por completo.
Victor entró sorteando las camisas, pantalones, y un calzoncillo a medio zurcir, que habían desperdigados por el suelo de madera. Un crujido leve fue acompañando cada una de sus pisadas. Atravesó el vestíbulo, el pasillo de medio metro, la cocina, la despensa vacía, para llegar finalmente a los aposentos del rey.
Me lanzó una mirada muerta, con unas pupilas oscuras y frías. Yo sentí cómo relamía cada vértice de mi pobre ser, sin inmutarse siquiera, asumiendo quién era. Noté sus pensamientos en mi mente, la acuciante premisa de una semilla de la que ya se conoce su infertilidad. No pude sostenerle la mirada, así que la dirigí hacia el cadáver que había desmembrado por todo el piso del apartamento. Victor siguió mis ojos, dejando las sombras de mi cuerpo para apuntar con el farol a donde mi vista parecía clavarse; un montón de hojas blancas, impolutas, desperdigadas por toda la habitación. Un cadáver, un ser inerte, esperando a un Dr. Frankenstein que le otorgara lo que yo más odiaba en estos momentos; vida, y no sólo eso, genialidad. Porque como yo ya sabía, como mis temblorosas manos me habían demostrado cada vez que querían plasmar mis pensamientos en aquellos pedazos de celulosa, la vida sin genialidad es sólo un infierno en la Tierra.
Rápidamente aparté la mirada del borrador, retorciéndome sobre mí mismo en aquel colchón de mala muerte, produciendo diversos gemidos de consternación, de agudo dolor, del más sincero arrepentimiento. En aquello me había convertido; un rey privado de su genialidad, exiliado de su consciencia creadora. Pude escuchar un suspiro de amargura.
—Nada. —una pausa, vuelta a escudriñar las páginas en blanco y— Nada de nada…
Noté cómo Victor apretaba más fuerte aquel farol de aceite. Su luz se intensificó repentinamente, acompañando la rabia de su portador, para difuminarse poco a poco en una marcada resignación.
Pasamos las siguientes horas sumidos en el más profundo silencio. Él de rodillas, derrotado ante mi derrota.
Pero, de repente, un latigazo de rabia sacudió a mi antiguo editor, que estrelló el farol contra la moribunda chimenea, subprecipitando la creación de un fuego asesino. Se acercó en dos zancadas hasta mi rincón y me arrancó de entre las manos un marco de madera con una fotografía donde todavía resonaban viejos ecos y la lanzó, sin contemplación alguna, contra aquel fuego abrasador.
Pude ver una figura retorcerse entre el baile de sombras, amarrándose con uñas y dientes al desecho de consciencia que me quedaba, retozando una última vez en la pasión de las llamas. Victor resoplaba en frente de la chimenea, su frente perlada de sudor al exponerse al calor, como si quisiera asegurarse de que lo que había arrojado allí aquella noche no surgía de las cenizas. Tras unos agónicos segundos, el resplandor de la hoguera fue consumiéndose y aquella sombra, su sombra, desapareció, esta vez, para siempre.
Entonces comencé a llorar.