Aprovecha un despiste del vigilante para dirigirse con toda la rapidez que puede hacia los ascensores. Allí espera gente que empieza a murmurar con recelo. Como una gota de detergente sobre un líquido grasiento, un hueco se abre alrededor del hombre, quien mantiene la mirada fija en el indicador luminoso de planta. Cuando se abre la puerta corredera accede a la cabina y nadie más se decide a compartir viaje.
Una vez dentro marca el número diez, piso que alberga las oficinas donde trabaja. Se mira al espejo de arriba abajo: una base blanca que oculta el rostro, dos círculos negros alrededor de los ojos y una larga sonrisa pintada de rojo. De ropa, un traje morado y chaleco verde.
—No estoy nada mal —dice con un alarido horripilante sirviéndose de un distorsionador de voz—. Voy a tener que perfeccionar esta risa malvada.
Siente que hoy va a ser el principio de su vida. Hasta ayer un cúmulo de hartazgo lastraba su ánimo. Y el principal foco provenía del trabajo, por un supervisor que lo tenía bloqueado. Con sus gritos, críticas, insultos y decisiones injustas Marco había llegado a creer como real su completa inutilidad. Hasta ayer, cuando revisó las fotos de niño y recordó lo aplicado que era en el colegio.
Se abre la puerta y enfila con determinación hacia un despacho. Cuando llega, abre la puerta y cierra con pestillo.
—¿Quién coño eres?
—Me mandan tus trabajadores. Has sido malo con ellos.
—¿De qué hablas?
—Hoy vas a pagar por todo.
Descuelga el teléfono pero Marco saca una pistola falsa y se la pone en la cabeza. Una vez lo tiene atado destroza el mobiliario. Cuando termina, se marcha ante el asombro del personal.
Todo hubiese salido según lo previsto de haber disimulado su marcada y distintiva cojera.
Qué buen relato, Jose. Todos en algún momento hemos querido hacer lo mismo.
Diálogo perfecto compañero.
Saludos Insurgentes
Muy bueno.