«El secreto de su éxito»

Al enviudar, pensó el conde que una educación férrea podía sustituir el cariño. Apuntó a la hija a piano, álgebra, pintura. Ella se decantó por esto último. Y se forjó una gran pintora, de personalidad errática: un tono pastel escurrido o una luz no captada y montaba en cólera. Pero sus lienzos no cuajaban en una nueva sociedad que aún guardaba recelo al conde, desviado ahora hacia la obra de la hija. Ella no lo entendía.  Una vez intentó arrojarse por la ventana.     Enfermó entonces el padre, de viejo. «Antes de que muera», se decía la pintora, «es preciso que vea mi éxito». Solventó mostrar una colección, ¿por qué no exponerla en casa? El día convenido amaneció nublado. La pintora, con la extraña calma del que finge. Guardaba, en efecto, un secreto: un dinamitero le había instalado varios dispositivos bajo las losetas de porcelana. En el tirador de la cortinilla que cubría los cuadros, el accionador. De no triunfar, nadie saldría de allí con vida.      Así, se hizo la luz sobre las pinturas. Tras esto, una exclamación unánime, no se sabría si admiración o desdén. Ella con el dedo sudoroso sobre el pulsador. En el silencio escuchaba los abanicos, una tos, el roce de unas manos. Un tibio aplauso, quién sabe si por confusión, se generalizó. A la pintora le bastaba: soltó el interruptor.     Y ya se despedían los invitados, cuando el conde, cobrando cierta lucidez, dijo: «Mi ilusión sería verlas en el Nacional…». El delegado del Museo,  allí presente, elevó los hombros. En realidad, lo mismo le daba. En un par de días estarían expuestas. Y fuese que su estilo comenzaba a gustar, fuese quizá que el rencor hacia el conde se difuminaba, todos sonrieron satisfechos. La pintora, en cambio, tragó saliva. Presuponía desvelos que nada bueno traerían.