Jose odiaba su trabajo. Odiaba ser camarero y cobrar su infame sueldo de cuatro euros la hora. Odiaba tener que trabajar los domingos y le fastidiaba su turno partido con un incómodo agujero de tres horas entre el turno de la mañana y el de la tarde. Detestaba volver a casa cada día a la una de la madrugada, acostarse a las tres y despertarse a las diez y media del día siguiente, con apenas el tiempo para una ducha y un café, antes de otras interminables diez horas de “¿Ya habéis decidido lo que vais a tomar?”. Estaba harto de recitar una y otra vez la carta de postres a memoria y maldecir a estúpidos clientes y su lánguida propina. Su sueño era ser escritor y a diferencias de servir cervezas y pizzas a la mesa número x, lo de escribir, más allá de gustarle mucho, se le daba muy bien. Muchas personas le habían dicho que tenía talento para aquello. Jose era consciente que lo hacía relativamente bien, bueno, por lo menos lo hacía bastante mejor que muchos otros escritores pretenciosos y sin nada que contar. Pero el problema era que esos pseudoescritores de tres al cuarto tenían tiempo libre de sobra y padres con dinero que le habían pagado universidades de filosofía y letras, másters y cursos de escritura creativa en las mejores escuelas. Jose se tenía que conformar con escribir una horita los martes, su día de descanso, entre tareas domésticas y personales pluri pendientes y coladas atrasadas. A Jose le aterrorizaba la idea de pasarse su entera existencia trabajando como camarero y odiando su vida. Solo pensar en aquello le hacía entrar ganas de convertirse en un escritor alcohólico a lo Bukowski. “Me perderé en una pensión de mala muerte en Los Ángeles, escribiendo y bebiendo hasta que me convierta en un escritor famoso o hasta que me muera de cirrosis hepática. ¡Y que se vayan todos a tomar por saco!” se repetía a menudo presa de la angustia y el cansancio que sólo puede conocer un hombre que trabaja sirviendo a otros hombres. Los meses fueron pasando y de doce en doce se convirtieron en años, años que Jose sentía que se le estaban escapando de las manos como pececitos fuera de un acuario. Así que cuando se murió su abuela, el único pariente que todavía le quedaba con vida, decidió invertir su pequeña herencia en cambiar su futuro. Se compró una Olivetti vintage y un pasaje de avión hasta Los Ángeles. El inglés que había aprendido sirviendo copas a turistas extranjeros y el dinero que le había dejado su abuela, le ayudarían a cambiar su vida y a convertirse en un gran escritor al otro lado del océano. Y si el destino no hubiese querido que eso fuera así, por lo menos se moriría con la expresión que suelen tener en el rostro los que se mueren sabiendo que han jugado todas sus cartas.
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¿De qué te sirven todos esos años y libros y novelas y sagas, cuando yo sólo necesito dos párrafos para capturar la atención de aquél que me lee?
Puedo estar sirivendo cafés, o limpiando letrinas... pero mi novela ya se está escribiendo entre mopazo y mopazo. Y no, no necesito dedicarme exclusivamente a ésto, al igual que la liebre no necesita correr durante toda la carrera; pues la tortuga por mucho que se esfuerze jamás llegará antes si no se lo permiten.