Antonio Otero Fernández

«El telescopio roto»

1020 palabras
8 minutos
94 lecturas
Reto creativo «Escribir es invitar»
😨 Cuenta la historia de un escritor o escritora atormentado por su miedo a fracasar.

Puedo decir, sin atisbo de duda, que el temor al fracaso ha sido una constante en mi vida desde que tengo memoria.

Y, antes de que esto se convierta en una especie de reunión mecanografiada de Alcohólicos Anónimos, voy a intentar explicarme con una metáfora: imaginen un telescopio, el eterno intermediario entre el mundo terrenal y la vasta inmensidad del cielo.

» Ahora imaginen ese mismo cielo cuajado de resplandecientes estrellas, cada una con un fulgor único y distintivo. Un hombre las observa incesantemente, sin despegar la frente de la mira. Lucha incansable durante el día y se desvela durante la noche, con la certeza de que, llegado el momento, podrá ocupar un sitio allí, junto a ellas. Y brillar con la misma intensidad. Aunque aún no ha triunfado, sabe que lo hará. Que solo es cuestión de tiempo y esfuerzo. Porque es una fuente inagotable de ilusión y energía. Porque no tiene…miedo.

Sí. Yo me encuentro a miles de años luz de ese individuo. Yo soy de los que no se atreve a echar un vistazo a través de la lente por temor a dejarse la tapa puesta sobre el objetivo. Temor. Temor al fracaso.

Soy incapaz de recordar cuándo comenzó. Supongo que sería durante la infancia. Fui un niño atípico. No mostraba interés por nada que no fueran los videojuegos. Dicen que, cuando somos pequeños, creamos una burbuja a nuestro alrededor, en la que solo tienen cabida nuestros dibujos animados preferidos, nuestros amigos o las comidas que más nos gustan. Pero siempre estamos abiertos a nuevas sugerencias. A invitaciones que nos permitan ensanchar ese espacio personal tan celosamente construido.

 Yo no era así. Yo diseñé mi burbuja ladrillo a ladrillo, poniendo sumo cuidado en que nada ni nadie la profanara jamás. Y “profanar”, en aquel entonces, quería decir inmiscuirse en mis asuntos, en mis prioridades. Por eso nunca acepté ningún entretenimiento que se saliera de mis pautas ya establecidas.

Qué iluso fui. Esa era la edad perfecta para tomar riesgos. La edad perfecta para tropezarse e incluso caerse de bruces contra el suelo. Porque, cuando eres un crío, el margen de corrección es más amplio que nunca. Pero, claro, yo me di cuenta demasiado tarde.

La adolescencia es esa etapa en la que, por unos motivos o por otros, se anhela probar cosas nuevas. Pero también es la etapa en la que la imagen externa cobra una importancia descomunal. Probar algo nuevo y fracasar o, al menos, no saciar las expectativas que el resto ha depositado en ti, puede acarrear fatales consecuencias: convertirse de la noche a la mañana en el hazmerreír de toda una clase. Ser la diana de los dardos. Dardos punzantes y envenenados.

Una vez más, decidí no tomar ninguna determinación al respecto. Por temor. Temor al fracaso.

Y después vino esa chica. Desde que la conocí no hice más que negar lo evidente: me obligaba a mí mismo a decir que no me gustaba. A mí y a mis círculos. Poco importaba que pensar en ella se hubiera convertido en mi rutina diaria y, hablar sobre ella, en mi pasatiempo favorito. Daba igual que mi organismo palpitara de emoción con un abrazo suyo o que, con ella, y solo con ella, despertara esa vena cursi y romanticona que creía muerta desde hace años. Y, por supuesto, tampoco tenía nada que ver que me sintiera responsable de sus cambios de humor ni que pasara madrugadas enteras echándome la culpa, tratando de descifrar qué error había cometido, qué había hecho mal para que ella estuviese afligida o irritada. No. Eso no podía ser. Mis resultados académicos habían tenido que bajar por otra razón.

Porque, a ojos de los demás, ella era “solo una amiga”, una amiga a la que “nunca vi como nada más”, a pesar del aprecio inconmensurable que le profesaba. Que cancelara planes con otras personas para poder verla era normal “porque al resto ya os tengo muy vistos y con ella puedo quedar menos”. Y que hiciera todas esas cosas por ella de forma altruista no demostraba nada, puesto que “eso es lo que hacen los amigos, ¿no?”.

Luego está esa otra cosa: que la echo de menos. Mucho. Muchísimo. Todos los puñeteros días, constantemente. Yo nunca he extrañado a nadie. La pesadumbre característica de una despedida se esfuma de mi cuerpo tan pronto como ha aparecido. Pero con ella no. Ella es, hasta la fecha, la única persona sobre la faz del planeta a la que alguna vez he echado de menos. No dejo de pensar en que, cuando el ominoso momento llegue y nuestros caminos se separen, ya nadie podrá llenar ese vacío. Porque ella es, sencillamente, irrepetible.

Pero, oye, es solo una amiga. Y no me interesa tener nada con ella. En absoluto.

Si no me lancé a la piscina (una metáfora bastante adecuada al caso, pues soy nadador), si no logré reunir las agallas suficientes para pronunciar toda esta parrafada delante de sus ojos fue, efectivamente, por temor. Temor al fracaso.

¿Por qué me animé entonces a escribir? ¿Acaso no me inspiraba pánico como tantas otras cosas? Lo cierto es que no. Fueron necesarias muestras de apoyo, algunos elogios escolares y los ligeros empujones de mis amigos para que decidiera saltar a la palestra.

Y ahora, ya en el terreno de juego, ni siquiera sé qué me mueve a jugar. Ni siquiera sé si estoy escribiendo esto por deleite, como desahogo personal o simplemente para optar al premio en metálico. Quizá sea una forma de recomponer una maltrecha autoestima fruto de mi cobardía perpetua. Solo Dios lo sabe. Yo no.

Lo que sí puedo afirmar con contundencia es que, si alguna vez publico un libro, quiero que estas dos sean las primeras páginas. Si hay algo que mis hipotéticos lectores merecen es franqueza. Conocerlo todo con pelos y señales.

 Ahora que le doy vueltas, quizá pueda colocar estas páginas como colofón. ¿O mejor como prólogo?

Bueno, ya veré. La dedicatoria sí la tengo clara desde hace mucho tiempo...

Mierda, ya estoy pensando en ella otra vez.

Pero, eh, que es solo una amiga. No me gusta. Nada. En absoluto.


Antonio Otero Fernández
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Luísa N.
09 sept, 18:27 h
Un relato muy simpático :) me gusta
Antonio Otero Fernández
09 sept, 18:57 h
Gracias, Luísa!😊
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