—Más vale pájaro en mano que ciento volando —mientras retiraba mi reina de aquella zona peligrosa.
—Quien no arriesga no gana —replicó con gesto irónico, concluyendo con un hiriente «jaque mate», a la par que apretaba su puño izquierdo contra la pata de la mesa.
A renglón seguido se sacó un pegote de mucosidad y lo pegó debajo de la silla. Lo hacía desde que íbamos a la escuela; era su ritual cada vez que me ganaba al «tres en raya» durante la clase de Ciencias. Decía que era su manera mundanal de mostrar euforia.
Yo detestaba su falta de modales. Se lo repetía constantemente mientras ella me insistía en que, si prefería a las chicas delicadas, me podía buscar a otra. No tenía término medio. En aquel tablero yo era el «romanticón» que se subía a caballo para llegar hasta su reina. Ella me trataba como a un simple peón incapaz de imitar los movimientos majestuosos de las demás piezas. Nada duele más que un «jaque mate». Es un movimiento que te deja abatido, exhausto, con una cara de estúpido que te acompaña horas. Pero cuando ese «jaque mate» lo recibes en el altar el sufrimiento se acentúa, saltando con agilidad la barrera del dolor para convertirse en la vergüenza más dañina.
—Cariño, piénsatelo bien. Es solo un ataque de pánico.
—No, Javier, no quiero casarme contigo.
—Cariño, di que sí, y después veremos cómo lo solucionamos todo.
No hubo solución. Me senté abatido en la mesa nupcial; mi cuerpo pesaba, y las continuas miradas me despedazaban. Mis manos deshechas descendían en paralelo a la silla. En un arrebato de rabia apreté mis manos contra el asiento y... allí estaba. Bajo el asiento; asqueroso, elástico, definitivo. Su última firma antes de despedirse.
Jaque mate.
Gran narración, con un giro final espectacular.
Saludos Insurgentes