Llegué al mundo de las cosas sencillas por mera casualidad. A aquel mundo, de forma despectiva, muchos lo llamaban «simple». El mundo sencillo radicaba en untar con nocilla la tostada en el desayuno, contemplar los colores de cualquier fuente al atardecer, o disfrutar del eco de las letras de un sencillo «gracias». Yo había transitado por el mundo opuesto, el complejo, durante muchos años. Allí los peldaños cada vez estaban más distantes, pero los golpes dolían menos porque los billetes cambiaban de color constantemente. Me sabía al dedillo el himno del mundo de las cosas complejas, mientras pensaba que en el otro mundo solo había músicos callejeros entonando estrofas desaliñadas.
Una tarde, al volver del trabajo, recibí un correo con una invitación:
«Estimado Sr. Pudiente:
Soy la persona que limpia la escalera de su complejo residencial. No me importa volver a fregar el suelo cada vez que lo pisen sin estar aún seco, no por miedo a perder mi trabajo sino porque, aunque no se lo crea, me apasiona lo que hago. Simplemente me gustaría escuchar un sencillo “lo siento” algún día. Le invito al mundo de las cosas sencillas. No le va a defraudar».
Ahora, cada vez que unto con nocilla mi tostada, que juego al escondite con mi hijo o llamo a mi padre para preguntarle qué tal le va todo, mi mente entona el único himno que une generaciones, que no entiende de peldaños ni hace distinciones. Todo se reduce a un sencillo agradecimiento o una humilde disculpa. Así de «simple».
Todos somos personas, gordos, flacos, bajos y altos.
Ricos y pobres...
Un relato muy sincero y lleno de emociones.
Me ha encantado, enhorabuena.
Saludos Insurgentes.