"Érase una vez, en un lugar muy lejano y remoto, una ciudad fantasmagórica que recibía a los que llegaban con un silencio sepulcral". Me gusta el comienzo. Me imagino esa ciudad, con edificios semiderruidos, como si acabara de haber una guerra...Ahmed imaginaba aquella historia, su historia, que se iba tejiendo poco a poco en su mente con una realidad abrumadora. Pero no podía esperar lo que iba a suceder en los días siguientes.
Había oído decir que las tropas americanas iban a abandonar el país, y el repliegue había empezado unos días antes. Ahmed se sentía tranquilo y confiado. En su ciudad se vivía bien, en paz. Sus hijos, de 15 y 12 años no sabían lo que era la guerra, habían tenido suerte y no habían tenido que vivir los horrores que él y su esposa sufrieron en los años previos a la paz. Y ahora, por fin, después de tantos años iban a dejar de ver uniformes y armas por las calles. Por fin podrían vivir normalmente, como había oído decir que vivían en otros lugares, sin que hubiera soldados vigilando que no se quebrantara esa paz.
Ahmed siguió escribiendo su historia. Su imaginación era desbordante, y, a pesar de no tener a su alrededor nada que se refiriera a una guerra, todas las imágenes que venían a su mente era sobre eso: la guerra, los muertos, el miedo, el dolor…
A los pocos días ya llevaba escritos diez capítulos de su novela. Una novela triste, de vidas rotas y sueños destrozados por culpa de una guerra absurda, que transformaba a los hombres en verdugos y víctimas y donde los muertos se iban multiplicando con el paso de los días.
Tan absorto estaba Ahmed escribiendo su novela que no se enteró de las noticias de los días siguientes…
Cuando iba a empezar el onceavo capítulo, y había empezado a escribir que el protagonista tenía que huir del país porque lo perseguían y se había puesto precio a su cabeza oyó sonar el teléfono y al momento oyó pasos precipitados por el pasillo. De repente, Loubna, su esposa, abrió de golpe la puerta y entró en la habitación gritando y sollozando: “Es tu padre al teléfono, en Kabul las cosas están muy mal, dice que han puesto precio a tu cabeza, que tenemos que huir”
Ahmed creyó que aquello no era real. Miraba a su mujer sin verla, volvió los ojos hacia el ordenador y leyó lo que acababa de escribir. No podía ser, estaba soñando, aquello no podía ser real.
Su mujer le miraba llorando y gritando; “¡Ahmed! ¡Reacciona! ¡Tenemos que irnos! ¡Por tus hijos!
Pero Ahmed no podía moverse, estaba totalmente disociado de la realidad. Aquello no podía estar pasándole a él. Tenía que ser una broma. Cerraba los ojos con fuerza, con la convicción de que cuando los abriera Loubna no iba a estar allí, delante de él, diciendo aquello que Ahmed acababa de oír. Pero no, abrió los ojos y Loubna seguía allí hecha un mar de nervios, llorando y temblando de miedo.
Entonces Ahmed reaccionó, fue a la sala y encendió la televisión y se encontró de frente con aquella dura realidad. Vio aquella ciudad desolada, con gente por las calles huyendo, gritando, llorando y muriendo. Vio hacerse realidad aquello que antes había visto sólo en su mente y se sintió morir. La realidad, persiguiendo a la ficción que él había creado, le había alcanzado de golpe y era mucho más aterradora. Y ahora estaba allí, pensando cómo iba a continuar su novela y, en consecuencia, su realidad.