Estaba de pie, frente al gran ventanal de cristal de su despacho. Un ático acristalado comprado con las ganancias de su primer libro. La ciudad a sus pies. Miles de luces aún encendidas. Miles de historias viviéndose frente a él. La hora del silencio en plena noche. Solo el sonido de una sirena lejana anunciando alguna urgencia o algún acto fuera de la ley. Muy pocos coches circulando. Algún solitario paseando a su perro. Y su reflejo en el cristal, rebotando en el silencio y en el vaso de whisky que tenía en la mano.
Todo muy normal… Pero él increpaba a su reflejo porque casi no se reconocía.
Había prometido una Trilogía. Los dos primeros volúmenes habían tenido gran éxito. Miles de ventas, miles de lectores, miles de críticas, más buenas que malas… Y todo el mundo pendiente del desenlace.
Llevaba 10 años metido en el mismo bucle.
El primer libro recordaba haberlo escrito rápidamente, como si alguien guiara su mano y sus palabras. De hecho recordaba muchas veces esa sensación de releer lo escrito el día anterior y pensar que le gustaría conocer a aquel tipo que había escrito aquello sin reconocerse en sus palabras como propias, en aquella historia como salida de sus dedos y sus pensamientos.
Lectores entusiasmados pidieron la continuación, aunque no se pudo volver a sentar tranquilamente a escribir hasta que no hubo pasado un año. El tiempo en el que fue de un lado para otro promocionando el libro, creando una expectativa creciente en cada una de las entrevistas que daba, en cada una de las charlas, en cada firma de libros.
Cargado con toda esa adrenalina, se puso a escribir el segundo libro. La historia en su cabeza había ido creciendo y enriqueciéndose con comentarios y sugerencias que había recibido durante el tiempo de promoción. Y al recordad aquellos días, lo que sentía era que estaban llenos de creatividad y vida. Pero ¿realmente fue tan fácil como lo recordaba?
De nuevo promoción que esta vez se alargó durante dos años. Y de nuevo revivió el éxito aumentado al cuadrado, las invitaciones, las tertulias televisivas, el boca a boca que crecía sin parar, las expectativas de sus viejos y nuevos lectores, las grandes ventas del segundo volumen y la reimpresión del primero, las ediciones de los dos libros conjuntos… un sueño del que no querría despertarse.
Y ahora: siete años de silencio, siete años abotargado, sintiéndose él mismo distorsionado.
Al principio pensó que estaba agotado por el tiempo que había estado desconectado en la promoción. Pero poco a poco, el calendario fue pasando sus días sin perdón, ni pausa, ni espera. Y cada vez se le hacía más cuesta arriba empezar con el tercer libro.
Un día cayó en la cuenta de que el problema no era empezar, sino el compromiso que pesaba sobre su persona, como una losa mortuoria, que estaba ligado a la obligación de cerrar la historia que había empezado un poco por casualidad. Ahora era una carga, un cáncer que se iba apoderando de su cuerpo, de su mente, que lo inundaba todo con temores y bloqueos, con temblores y ataques de ansiedad, con angustia y dosis de alcohol.
Y sin embargo todo el mundo seguía pendiente. A pesar del silencio, a pesar del tiempo, a pesar del sin sentido. El temor al fracaso había mutado hacía tiempo en un monstruo que lo acechaba para engullirlo y dejar de existir.
¿Dónde había ido a para la mano que había guiado su inspiración? Realmente ¿había escrito él aquellas palabras que tantas personas le habían dicho que habían leído?
Siete años de tortura. Siete años de angustia y desesperación que crecían sin remisión.
¿Qué creías? ¿Qué todo iba a ser fácil? Resonaba aquella voz interior que cada vez alzaba más su voz. En algunas ocasiones creía que era el diablo que venía a ofrecerle un trato. Estaba seguro que pactaría con él fuera cual fuera el precio. Estaba agotado. Agotado de luchar y entregarse a la lucha sin avanzar en ninguna dirección. Parado. Inmovilizado.
¿Y si abría la ventana y se dejaba caer? Quizás se convertiría en mito. Alguien acabaría su obra y diría que el manuscrito estaba en el cajón y que una vez finalizado se entregó a la Parca. Un buen final. Demasiado extraordinario para un ser tan vulgar como él, para la realidad que tenía frente a él: era un cobarde. Y lo gritó como si el último aliento se fuera a ir con la palabra. Y se lo gritó para exorcizar sus demonios, para sacar toda la ira que tenía contenida en su interior.
Y de nuevo el silencio.
Mañana empezaría de nuevo, viviendo en el mismo bucle un día de la Marmota continuo, hasta el momento en que fuera capaz de dejarse caer o que la inspiración viniera y trajera un final y que fuera un buen final para su historia, el final.
