Cuando miraba a mi hermana (guapísima desde las uñas de los pies hasta las puntas de su pelo y, algo, quizá bastante, loca por la escritura) tenía claro que sus historías de amor viajarían entre postales y cartas a mano.
Mi hermana Marta en realidad nunca me contaba nada de sus historias sentimentales. Desde que mis padres decidieron que ya era lo suficiente mujer como para tener un cuarto propio, venía a mi habitación antes de dormir y me contaba el relato más ingenioso que había ideado a lo largo del día.
Su aparición en el que era (antes nuestro) mi cuarto, pasaba a ser el mejor momento del día. Ella me secaba las lágrimas y me quitaba los miedos a dormir sola en medio de oscuridad.
Antes de que se despidiera para irse a acostar, siempre le preguntaba sobre si le gustaba alguna persona o si estaba viviendo alguna historia de amor, de esas que leía los domingos por la tarde.
Marta siempre me decía que tenía que dejar de pensar en historias de “hombrecitos que vienen a salvarte”, y yo no podía pararme de reír a carcajadas. Yo sabía que tenía una cola de hombres como su melena morena de larga, aunque ella siempre renegase de este tema.
Un viernes, era muy tarde y mi hermana todavía no había venido a contarme el relato diario. Fui a su cuarto, bastante enfadada ya que pensaba que se había olvidado de mí.
Cuando llegué, encontré en su escritorio un sobre con este titular tan de película: “Quizá tú y yo somos como esa carta que se escribe, pero no se llegar a enviar porque uno nunca tiene tiempo de ir a comprar un sello”.
Y yo, sin hablar nunca de ese tema, le dejé un sello alado de su carta.
Saludos Insurgentes