El sonido de la puerta al cerrarse señaló que al fin estaba en una zona segura. Segura y protegida contra sus sentimientos y las consecuencias de sus acciones, que ahora podría ignorar durante varios días. Gracias a trabajar desde casa, esos días podían extenderse, aunque, por desgracia, no para siempre.
Tras dejar su equipaje en la habitación que le correspondía, Celia fue a la cocina, donde su madre le había dejado dos trozos de lasagna preparada. Se encontraba en la casa de campo de su familia, lugar en el que pasaría sola cinco días hasta que llegaran sus padres el viernes a hacerle compañía.
Puso un podcast para mantener la mente ocupada mientras veía el plato de comida dar vueltas en el microondas y se quedó esperando a que terminara, haciendo tiempo para atrasar el momento de ir a ordenar la habitación y deshacer la maleta. Llevaba desde que empezó la universidad sin pasar más de dos días en esa casa, así que le daba curiosidad lo que podía encontrar en los cajones. Pulseras, envoltorios de caramelos arrugados, pendientes, gomillas, unos pañuelos… Recordaba haberse puesto todos esos accesorios y la época en la que engullía diariamente esos caramelos, pero nada le trajo un recuerdo tan nítido como encontrarse con fotos de su adolescencia y ver la cara de Julia.
Julia. Julia. Repitió el nombre para sí misma varias veces, a la vez que le daba la vuelta a las fotos y se encontraba con dedicatorias cariñosas. ¡Cuánto tiempo había pasado desde entonces y cómo habían cambiado las cosas! Al fin y al cabo, la chica de las fotos había sido su amor de instituto y ahora estaba huyendo de la ciudad en la que vivía para no tener que enfrentarse al hecho de que había rechazado la pedida de matrimonio de su pareja, Marta.
Intentó apartar a esa mujer de su cabeza, recreándose en los recuerdos agradables y sencillos de Julia. Habían estado saliendo todo el instituto, entraron en la misma universidad y tenían muchas esperanzas. El sueño de Celia era ser escritora; eran incontables las noches que había pasado susurrándole a Julia cosas de la historia que estaba escribiendo. Su novia la había apoyado incondicionalmente en todo momento, todo el mundo veía un futuro lleno de alegrías para ellas, pero, cuando Celia se dio cuenta de que ya no era una niña, que estaba comenzando su camino hacia la adultez, la relación con Julia dejó de ser un paseo al Sol para ser un túnel interminable y sin luz. Julia no hizo nada malo, la objeción radicaba en lo que podía hacer en un futuro o, peor, lo que Celia podía hacer, le activaba el instinto de huida.
A Celia le gustaría haber pensado que fue tonta al dejar a Julia solo por miedo al deterioro de la relación, a tenerla entre sus manos y que se desgastara poco a poco, pero no podía recriminarse nada teniendo en cuenta que acababa de terminar una relación aún más larga y madura por lo mismo. En esos instantes, le parecía más llevadera una ruptura que un divorcio. Marta no le guardaría rencor para siempre, sin embargo, en los años de matrimonio podrían haber pasado cosas realmente terribles.
Sacudió la cabeza, dejando las fotos encima de la mesa y cogiendo un papel doblado. Era un dibujo que Julia había hecho de la protagonista del libro que Celia escribía cuando estaban juntas. Era un libro de fantasía, con una protagonista joven que se embarcaba en numerosas aventuras. Si bien era una obra infantil, podría haber madurado bien si Celia le hubiera dedicado el suficiente tiempo. El problema era la dificultad para ponerse a escribir: la frustración le sobrepasaba y la idea de desconocidos leyendo su trabajo y juzgándolo negativamente era abrumadora. Por eso había acabado dedicándose al mundo de la editorial, en lugar de a escribir.
Pero el mayor fracaso ya estaba evitado: era adulta, tenía un trabajo estable y una vida independiente. Podía dedicarse a la escritura como pasatiempo. Estuvo dándole vueltas a ese pensamiento el resto de la tarde, intercalándolo con Marta. Le era complicado aferrarse al “no” que le había dado, una respuesta sostenida en conjeturas sobre el futuro en lugar de en hechos reales. De todas formas, tenía que hacerlo. Era lo mejor para las dos o, como mínimo, para ella.
Saber eso no evitaba que la imagen de Marta viniera a su cabeza, con su sonrisa ancha y sus ojos brillantes. También le venía a la cabeza lo último que le había dicho: “eres una cobarde, Celia”. Tenía razón y a Celia le costaba cada vez más ignorarlo.
Para mantenerse ocupada decidió abrir su portátil y buscar un documento abandonado hacía meses, en el que ya había comenzado un intento de volver a la escritura, esta vez con un plan mucho más ambicioso, a largo plazo: una saga, parecida al libro de su adolescencia pero más compleja. No obstante, no conseguía lo que más quería: dejar de pensar en Marta. Tanto haberla rechazado, como la idea de qué podía haber pasado la atormentaban. Era una cobarde, sí. No podía evitar que la incertidumbre la devorara.
Todos los pensamientos rebotaban en su cabeza, impidiendo que hiciera algo respecto a alguno, hasta que tomó una decisión. Marta la había animado a empezar el documento que tenía abierto delante, así que si Celia era capaz de hacer algo de provecho con él, tenía que ser una señal: podía hacer algo valioso con ella.
El fracaso la acechaba, preparado para enterrarla en la pena, la soledad y la insatisfacción. Celia intentó no dedicarle un solo pensamiento, al menos no ese día.