Querida Layla,
Sé que llevas mucho tiempo esperando este correo. Dos meses, quizá tres. Puede que sean cuatro. Demasiado tiempo, en cualquier caso.
Sé que me comprometí a escribir una novela sobre la ausencia de mi abuelo, sobre su mancha en mi memoria. Pero no puedo. He descubierto que no puedo. Y no es que no lo haya intentado. Sabes que compré los billetes para irme a Costa Rica y seguir su rastro a partir de un par de cartas y una fotografía en blanco y negro escondida en una caja de latón en el corazón de mi padre. Sabes que saqué el portátil de su funda y lo pasé por el escáner, que me llevé en la maleta libros sobre Costa Rica, sobre el duelo, sobre la memoria, libros de autoficción. Sabes que me bajé del avión y cogí un taxi y me instalé en el apartamento y que hice preguntas y hablé con barmans y con surferos y con gente que sin borrar la sonrisa de la cara me decía que no, que jamás habían visto al hombre de la fotografía en blanco y negro. He pateado la arena de la playa, primero en busca de respuestas, y luego llena de rabia y de impotencia y de vacío y de ausencia.
Sé que te prometí una novela sobre la historia de un soldado que abandona a su hijo porque es un hombre egoísta incapaz de hacerse cargo de otra cosa que no sean sus propios deseos. Pero he descubierto, desde el exilio de mi propia casa, que ese hombre no es mi abuelo, sino mi propio padre, y que la mancha ahora es tan grande que se ha extendido por mis dedos, por la pantalla, por el teclado, que no sé cómo borrarla.
Perdóname, Layla.
Saludos Insurgentes