Allí sentado, bajo la sombra de aquel cedro, los días no parecían tan largos en aquel pueblo pequeño y apartado que le había visto nacer hacía más de sesenta años, pues le pasaban las horas como minutos. Tampoco parecían tan cálidos, dado el frío que sentía en su interior que helaba su pecho y congelaba, a la par, sus ideas. Sabía que solo necesitaba un bolígrafo y un papel pues la historia estaba hecha y, aún así, llevaba meses tratando de encontrar la forma de desprenderse del yugo que suponía sin que éste se le viniese encima. Su mascota, su fiel amiga, se sentaba a su lado el tiempo que durase la ensoñación en la que se sumergía antes de poder escribir y, allí permanecía para acompañar su risa floja con el movimiento de su rabo o para lamer las lágrimas que, algún capítulo más que otro, hacía aflorar.
No quería que su obra fuese reconocida como su autobiografía así que cambiaba los lugares, algunos hechos, la cronología y hasta los nombres reales de los personajes por otros inventados; pero la esencia permanecía. Imaginaba la vergüenza que oprimiría su garganta si alguien supiese lo que hizo años atrás o el desdén con el que le mirarían si conocían las cantidades de dinero que fue capaz de pagar para ocultar sus secretos. Estas suposiciones, que no eran más que elucubraciones de su mente, le hacían pensar que quizás Estela no era buena idea... y es que, puede que no supiera cómo encubrir sus fechorías dejándolas ir, al mismo tiempo, en forma de narración para liberarse de la opresión que suponían, pero sí sabía que el título de su primera obra tenía que llevar ese nombre. No pensaba explicarlo en su novela, nadie sabría jamás la razón. Los lectores e incluso los críticos pensarían que se trató de un viejo amor; un amor imposible, o quizás un familiar muy cercano.
Conseguía apartar las ideas de boicot a sí mismo entendiendo su creación como una purga de sus pecados. Necesitaba liberarse de la culpa creando un protagonista arrepentido, humano y amoroso ya que no había sido capaz de ser, en su vida real, esa figura con tan valoradas actitudes. Para materializar su deseo de dar al mundo algo que consideraba bueno con el único fin de sanar sus heridas y sin la pretensión de los réditos económicos, concertó una cita con un abogado del que tenía buenas referencias y dejó recogida por escrito su voluntad de que si, en el mejor de los casos, su novela se convertía algún día en un éxito de ventas, los derechos de explotación de la misma recaerían sobre las responsables del hospicio del pueblo.
Pasados más de seis meses, logró valorar su creación con un amistoso y sincero “aceptable” y atreverse a iniciar los trámites para su registro y posterior publicación. No esperaba nada y a la vez ansiaba que Estela fuese ahora todo lo que antes no pudo.
Efectivamente, Estela no era nombre de mujer. El autor jamás supo si aquel pequeño ser que llevaba su sangre sería una niña o un niño y nada le importó cuando tomó la decisión, unilateral e irrevocable, de que no naciese. Pero siempre en sus tormentos hubo una mujer; una pequeña y enérgica mujer que le reprochó sus acciones en sus sueños, en sus borracheras, en sus momentos más apasionados y hasta en la tranquilidad de una ducha caliente. Le perseguía en cada instante y siempre era una mujer, pero Estela no fue su nombre porque él no se lo permitió. Aquella madre, en cambio, que engendró y a la que no se le dio oportunidad de parir ni decidir, no ocupaba en su conciencia un lugar más amplio que cualquiera de los tantos damnificados por sus atrocidades a lo largo de su vida. Aquella, que fue condenada a perder dos vidas en un solo instante tan solo siendo arropada por las personas que, en aquel humilde hospicio, carecían de medios para salvarla y de valor para ofrecerle consuelo.
Acababa de cumplir sesenta y nueve años cuando recibió la noticia de la publicación de su novela. El éxito no se hizo esperar y el autor sintió la paz y el sosiego que se siente cuando la faena está hecha. Aquel cedro viejo y fuerte que un día le dio cobijo a él y a su Estela “de papel”, sería testigo de su muerte que era penitencia por haber sido en su día verdugo de su Estela de verdad.