El vapor del café dibujaba vórtices, iluminado por la luz del ordenador. El atardecer empezaba su juego de luces y sombras, mientras Davinia volvía a sumergirse en el último capítulo de su novela. La tensión en aumento de su historia se aceleraba al caer la noche, como si en ese momento se acortara la distancia entre la realidad y la ficción.
Los dedos fluían sobre el teclado, siguiendo a Ernesto mientras subía las escaleras en silencio, hundiendo sus manos en el hacha. Mientras escribía, Davinia podía escuchar las pisadas sordas de Ernesto, sentir su mandíbula tensa y hasta oler su sudor. Javier, en su habitación, a pocos pasos de Ernesto no escuchaba, no olía, y no tenía en su poder frenar las palabras.
El sabor amargo se intensificó en su boca, una mano se hundía más en el mango del hacha y la otra abría una puer
Las manos de Davinia se congelaron en el teclado, todo su cuerpo se petrificó agudizando el oído, alguien forcejeaba con su cerradura. Contuvo el aire durante interminables segundos, hasta que, en el silencio, se convenció que había imaginado los ruidos. De todos modos, se paró y revisó una a una las 6 cerraduras de la puerta del monoambiente, entre ellas un gran barrote de hierro que había instalado cuando iba por el tercer capítulo.
Volvió a su escritorio, la taza de café estaba casi vacía, ni siquiera recordaba haberla tocado. Le dolía la cara y la mano, pero volvió a zambullirse, necesitaba escribir el final.