Hasta ahora me había resultado relativamente sencillo y para escribir un texto no necesitaba más que una pequeña base argumental para después, de manera natural y si un gran esfuerzo mental, “hilar” un relato que tuviese cierta lógica.
Era consciente de que mi condición de escritor aficionado, sin más ambición que la de alimentar mi propio ego, era fruto de no sucumbir a los brazos de Morfeo a pesar de haber bajado la intensidad a mi actividad habitual, pero lo que se me prometía como una manera de llenar mi tiempo se había convertido en un estado de frustración constante y recurrente pues lo que podría ser una afición había pasado a ser una obligación a la que no podía dar respuesta.
Para ser escritor se necesita ser de una pasta especial, y no todo el mundo tiene la capacidad creadora e imaginativa de un Zorrilla, por ejemplo, para encadenar obras sin caer en la mediocridad. Yo estaba constatando que no la tenía.
Pero mi cerebro se negaba a reconocerlo, y hasta lo que podía ser el sueño reparador diario que permitía avanzar con la suficiente clarividencia en las ideas que necesita una persona, era ahora un recurrente sueño desincronizado o paradójico al albur de intensas ondas REM, que dejaban mi cerebro en permanente actividad a la búsqueda de algún tema que mereciese atención.
Pero mis células grises parecían hibernar, y a diferencia de mi etapa como articulista, también aficionado, donde me era fácil encontrar algún tema con sentido, en este momento mis propios sentidos me habían abandonado, dejando únicamente mi voluntad estéril, pues poner negro sobre blanco algún texto se había convertido en una necesidad vital, y la impotencia de poder hacerlo con fluidez estaba afectando muy seriamente mi salud mental.
Ni la compañía inseparable de una libreta y un bolígrafo, donde apuntaba con avidez todo aquello que me parecía podría utilizar para que mi musa inspirase mis neuronas, era de utilidad, y los miles y miles de anotaciones no lograban alcanzar lógica alguna.
Todo ello había transformado mi carácter, y la frustración que había anclado en mí provocaba episodios pasajeros de angustia que, cada vez con más asiduidad, hacían que el aire abandonase mis pulmones.
Pero no iba a cejar en el empeño, y del mismo modo que alguno de mis artículos más logrados, siempre según mis críticos, habían sido fruto de una especie de “pedete lúcido”, pensaba que ponerme en ese mismo estado utilizando un elixir de baja graduación a lo que no estaba en absoluto habituado, podía dar respuesta efectiva a mi necesidad de salir de esa neblina creadora en la que estaba sumido.
¡Dicho y hecho!, aunque el resultado no era el que uno podía esperar, pues si podía haber desparecido esa niebla, lo había hecho dejando un letrero que bien podría decir “cerrado por resaca”.
Pero me propuse volverlo a intentar, pues como dice el refrán, “de perdidos al río”, y teniendo la sensación lejana de que alguna idea me había visitado mientras permanecía en cuestionada lucidez, aunque no lograba darle visibilidad, no podía permitirme el lujo de no dar salidas a mi abotargado cerebro.
Pero algo que intuía como grave sucedió en ese segundo intento y, sin tener certeza alguna, sí que al despertar con una bruma menos espesa temía haber cometido alguna acción inconfesable pero que, si servía a mis objetivos, seguro que podía tolerar, decidido a afrontar un nuevo acercamiento al espirituoso, si fuese necesario.
Fuertes golpes zanjaron mis deliberaciones y soportando estoicamente el dolor de cabeza que provocaban los gritos e insultos que proferían los que tras la puerta exigían mi presencia, me encontré frente a un grupo furibundo encabezado por un uniformado que no lograba que dejasen de decirme de todo menos bonito.
Las consecuencias de mis actos, según pude adivinar en un primer momento, pudieron ser de mucha más gravedad de lo que realmente fueron, pues en mi estado de ingravidez mental, que no física, en el que yo mismo me había ubicado, lancé por la ventana de un quinto piso la botella vacía con los restos del esperanzador líquido que debía haberme devuelto lai imaginación, pero que me había despojado del sentido común que da la sobriedad, así como del resto de sentidos con los que nos movemos los seres humanos.
La botella aterrizó a los pies de un transeúnte que, asustado, dio un salto lateral, cayendo cuan largo era en la calzada por donde circulaba un vehículo a poca velocidad, que al ver cómo iba a ser “atropellado” por el peatón, respondió con un brusco volantazo, colisionando con otro vehículo que impactó contra una papelera llena a rebosar de restos de comida y bebida que algún desalmado habías depositado.
La maldita papelera salió disparada, haciendo añicos la cristalera de un bar restaurante, de donde salía un acicalado camarero con un suculento arroz caldoso en ristre, que iba a ofrecer a una familia de turistas que estaban sentados en una de las dos mesas de la terraza.
Como es de suponer, el arroz, que no paella, acabó “vistiendo” a los potenciales comensales, y los restos de la papelera sirvieron de guarnición al resto de clientes del local.
Y aunque no hubo heridos, salvo una lata de refresco que golpeó en el cogote de un caco que intentaba robar el móvil de uno de los clientes, mis agraviados seguían vociferando pidiendo mi detención inmediata, a lo que el armado policía tuvo que acceder.
Pero esa fue mi salvación pues al fin tenía un argumento que podía convertir en texto pues, ¿por qué no utilizar esta aventura, que sobrepasaba la ficción, para vencer mi falta de imaginación?
A la espera de la benevolencia del juez, ante quien debería comparecer en las próximas horas, agradeciendo la libreta que me había proporcionado el agente y desde la soledad del calabozo donde me habían instalado, me propuse hacer historia ficción o hacer ficción mi realidad.
El caso es que había vencido.