Salía de su librería y sentía los pasos libres y firmes. El placer de algo terminado recorría sus venas y le susurraba «no pasa nada, todo está bien».
Aquel tiempo en el que se le negaba la comprensión quedó atrás; las palabras la perseguían decididas, el puñado de verbos se hacían presentes en forma y tiempo a la par que aquellos adverbios de intransitiva apariencia. Incluso se atrevió a escarbar en el desorden filoso de algún poema.
Miró la armonía suave y voluble de las últimas hojas que caían en diciembre, masticó el crujir de dos o tres de ellas bajo sus botas…Entonces escurrió aquel sudor frío en sus manos y sus pies no advirtieron el cambio de dirección.
Estaba allí, de nuevo. Mientras sostenía el silencio de la mirada de aquel viejo amigo pensó «diez minutos, tres hojas espachurradas».
Cuando salió el único cliente le dijo al librero:
-Devuélveme todos los ejemplares.
-Imposible. Ya se han llevado uno de tus libros. El señor ha dicho que le encantaba el título.