«Hipocondría»

Síndrome del impostor. Esas tres palabras acababan de ser pronunciadas por el protagonista de la última telenovela turca que estaba viendo mi progenitor. Me acerqué al umbral de la puerta para conocer a que enfermedad se refería. En ese preciso momento me di cuenta. Estaban describiendo mi problema con pelos y señales. ¿Cómo no me había dado cuenta? Llevaba meses odiando todas las palabras que mis dedos tecleaban en el ordenador, había repetido las mismas coletillas más de diez veces en las cinco últimas páginas, todas las ideas me parecían sublimes en mi cabeza pero no era capaz de plasmarlas en el papel. Todo lo que escribía acaba siendo devorado por la papelera. ¡Nada valía!
Decidí sentarme en el sofá y averiguar cómo lo resolvía el protagonista de la serie. Hasta en eso era un fraude. El chico encontró un capítulo después la inspiración que necesitaba en dos piernas con tacones y vestido, una noche de sexo desenfrenado, un enamoramiento correspondido que luego termina siendo una apuesta absurda de la chica con sus amigas. Et voilá, adiós al síndrome del impostor, el chico turco ya tenía de que hablar en su próximo bestseller. ¿El problema? Un capítulo de una telenovela se convalida por tres años de vida humana normal, y en cinco sin una pandemia mundial. Debía tomar cartas en el asunto más seriamente. Así que decidí apuntar en papelitos diferentes situaciones básicas para cualquier novela: chico conoce a chica, apuesta, infidelidad, reencarnación, doble vida, secuestrador, salvar la navidad, escenas de sexo, clubs de intercambio de pareja, desapariciones extrañas, magia oscura, terremoto, muertes, música, la Gran Vía de fondo, enfermedad terminal, carreras ilegales, el malo siendo irresistiblemente guapo... Todas las situaciones que hacen de una historia cotidiana, un bestseller digno de portada en pleno Times Square.
Si cualquier historia digna de mención tenía uno de esos ingredientes, yo juntaré todos en una misma historia.
Nada puede salir mal.

Tuvieron que pasar veinte capítulos de la telenovela turca para darme cuenta de que nunca sería como él, jamás tendría su síndrome del impostor... El turco había escrito sus últimas tres novelas medio borracho, trasnochado, en un piso de mala muerte y con cucarachas sobre su cama.
 ¡Lo estaba haciendo todo mal! Debía mimetizarse con el protagonista, por lo que alquilé una pensión en el centro de la ciudad. Era perfecta. Por la noche se escuchaban las cañerías y los gemidos fingidos de algún que otro huésped, había marcas de humedad que podían ser declaradas una obra de Picasso. ¡Era el sitio perfecto! Ahora sí que podía ponerme a escribir, desde las entrañas del mundo literario.