Cupido, ese metomentodo entrometido había vuelto a aparecer en mi vida. Cada mes, al menos una vez, se molestaba en dejarse caer por mi vida con una sonrisa socarrona y actitud arrogante. Ese idiota quería decirme qué sentir, y no solo eso, sino que se encargaba de torcer los hilos del destino para atraparme entre ellos.
- Vete. – susurré con odio. Habitualmente aparecía en mi casa, o aprovechaba algún momento en que estaba sola, una vez incluso chocó contra el suelo de mi baño mientras estaba duchándome. Pero nunca, nunca jamás, había aparecido en mi lugar de trabajo.
- No sé por qué te resistes tanto, sabes que el amor es inevitable al final.
- Lo que sé es que eres un maldito incordio. Fuera de aquí, tengo cosas importantes que hacer.
Cup movió su mano con autoridad. – Claro que sí, enamorarte. Tienes treinta y tres años y aún no te has enamorado.
- ¿No lo has oído? Estamos en el siglo XXI, el felices para siempre ya no incluye pareja.
Bufó. – No el de todos, pero yo conozco tu corazón. Deja de resistirte y déjame hacer mi trabajo. Al final, me lo agradecerás.
- Vete.
Cup suspiró derrotado. – En fin, lo intenté por las buenas.
En ese momento, mi molesto jefe entró por la puerta, seguro que para gritarme por tener a un desconocido en mi despacho e imponer su autoridad. No tuvo mucho tiempo para hacerlo, pues Cup se movió mucho más rápido.
- ¡No! – grité desesperada.
Pero ya era tarde, mi jefe tenía en su pecho una flecha de luz, una que hizo que se quedara congelado en el sitio, mirándome maravillado.
- ¿Otra vez? – hablé abatida. Cup no podría flecharme a mí, pero sí a todos los demás.
- De nada. – respondió Cup antes de desaparecer.
Me ha encantado, enhorabuena.
Saludos Insurgentes
Muy buena historia, Esther.