Llevaba ya 3 días consecutivos - quizá más - sin dormir; una vetusta mesa de madera, una hoja en blanco y una pluma estilográfica que no se había separado de mi mano eran los únicos testigos de mi insomne circunstancia. El habitáculo en el que me hallaba era oscuro, teñido por la lúgubre capa roja que la tenue luz de dos tristes velas tejía, y se iba tornando más angosto conforme pasaban las horas, los minutos, los segundos. La paciencia se me agotaba y por mi cara descendían gotas de un sudor que no me libraba de ningún calor. Cada vez que me atrevía a dar forma a la primera mayúscula, el folio me miraba -¿me miraba?- con su estúpida cara burlona y blanca, blanca, inmensamente blanca, demasiado blanca. Y, si me atrevía a hacer ojos ciegos al papel que me denostaba, era la mesa de madera la que profería un desafiante chirrido al que no podía hacer oídos sordos. Aquel maldito personaje no iba a escribirse nunca.
Me estuve repitiendo eso último - no sabría decir si gritando o si en el más profundo de mis silencios - tantas veces que acabé por acostumbrarme, llegando incluso a ignorarlo - y a ignorarme -, hasta que algo empezó a cambiar: sentía movimiento, un movimiento propio de algo que acelera y busca ocupar otras estancias, pero sin poder concretar si se trataba de mi cuarto, de mi mesa, de mi silla o de mi cuerpo. Entonces vi, o más bien percibí, las manecillas de un reloj, con un segundero incauto e inocente que aceleraba descontroladamente, un minutero que se dejaba influenciar y un horario que, sereno, llamaba a la calma. El minutero tenía forma puntiaguda; me recordó a mi pluma de escribir, y fue entonces cuando creí mirar al papel, pero pese a la sensación de haber plasmado por fin la tinta sobre la celulosa virgen, este seguía blanco. Aunque, al mismo tiempo, estaba convencido de que el folio ya no estaba ahí.
Pudieron haber pasado horas como pudo haber pasado el más escueto de los segundos después de aquello cuando noté que me frené: me detuve precisamente en lo más ignoto que hubiera imaginado. Algo raro sucedió: contemplé una frase. Ya no era real, y a la vez juraría haber podido palparla de haber alargado el brazo. Esta, inquisitiva, decía: “¿Prosa o verso?”. Vacilé unos segundos y, aunque no me arredré por el hecho de ser yo el humilde advenedizo a aquella insólita existencia, consideré lo más cauto responder. Abrí la boca y, aunque nunca hizo su eco en el mundo que yo conocía, respondí: “Verso”.
En ese instante fue cuando empecé a asustarme: noté cómo mi cuerpo - si es que aún era poseedor de él - se estiraba inhumanamente, se revolvía y se retorcía. Cada parte de mí se alteró y cambió su lugar, como si con ello buscara aún más perfección, más belleza. Miré el folio: ya no estaba en blanco; había escrito - desconocía si gracias a mí - un perfecto hipérbaton de Luis de Góngora.
Seguía sin haber personaje y quise maldecirme de nuevo por ello, pero no me dio tiempo: inopinadamente experimenté la sensación de caer al vacío de manera acelerada y brusca. Esta vez no apareció ninguna frase, pero sí que pude ver que me aproximaba a un lugar tenebroso, ominoso y terrible. No llegué a posar mis pies - ¿aún los poseía? -, pues se trataba de un enorme y profundo agujero, que se iba estrechando paulatinamente conforme más profundo era. Presté atención y me percaté de que se dividía en distintas cámaras, estas además con forma de círculo. No sabía dónde me hallaba hasta que me encontré a la altura de un cúmulo de agua que pude distinguir: se trataba de la laguna Estigia. Me horroricé: estaba en el infierno de Dante Alighieri. Creí desgarrarme la garganta gritando despavorido en el aire, pero el hierático e inamovible silencio que reinaba no se perturbó lo más mínimo; lo hizo unos segundos después, siendo despedazado como un jarrón de cristal por lo más inesperado: escuché mi propia voz, pero no era mi grito; esta decía: “Este maldito personaje no va a escribirse nunca”. Fue lo único y lo último que escuché: el suelo del infierno se vio por fin y, cuando estuve a punto de impactar contra él, me desperté sobresaltado y con el corazón acelerado. Miré alrededor: me hallaba en mi casa. Se había tratado de un sueño.
Todo había vuelto a la normalidad, excepto por una cosa: pese a seguir con la pluma en la mano, me encontraba en la sala del recibidor de mi casa y no en mi oscura habitación, donde creía estar antes de quedarme dormido.
Consideré que todo había sido fruto de la confusión, por lo que me dispuse a acudir a mi habitación con el fin de comenzar a dar forma al personaje que se me había ocurrido para mi nueva novela, pero al que también tenía que empezar a dar forma. Subí por la escalera alfombrada, pluma en la mano. Pasé de largo por las dos primeras puertas, y llegué a la sala. Abrí la puerta. Me dio un vuelco al corazón. Allí, sentado, frente a la vetusta mesa de madera, frente a la hoja completamente en blanco y con la pluma estilográfica en mano, me encontraba yo mismo, absorto en mi personaje. Me quedé petrificado, y la pluma se me cayó al suelo. De mi boca solo pudo salir, susurrada con dificultad, una frase: “Con… Continuidad de los parques, ¿eh?”. Entonces supe exactamente cuál era mi cometido. Recogí la pluma del suelo, me acerqué por mi propia espalda y, de la manera más rápida y súbita que pude, estiré el brazo y escribí en el papel en blanco: “punto y final”.