Las musas están sobrevaloradas. Tan cierto es eso como que no resulta necesario vivir una determinada experiencia para escribir sobre ella. Existe la imaginación, eso mismo que los antiguos griegos atribuían al “soplo divino”.
Yo tengo mi propia fuente de inspiración, se llama lectura: ese compendio de ideas que tras leerlas se agolpan en tu cabeza pidiendo su sitio y que, durante los días posteriores, primero te susurran quedadamente día sí y día también, rememorando escenas y emparejándose con otras amigas que ya vivían en tu mente, agrupándose en función de su compatibilidad. Tras esto, pasan a demandar a gritos que les des forma, pues no saben cómo subsistir y no perderse si no son expulsadas de nuevo. La mente es un lugar caótico y obedece a la ley de la selección natural darwiniana: todas las ideas tienen hambre de éxito y buscan asegurarse un lugar relevante, y aquellas que no logran adaptarse acaban siendo devoradas. Sobrevive el más apto.
Una vez expulsadas, en tu cabeza reina una paz inmensa. Las ideas, apaciguadas, quedan plasmadas por escrito esperando a su próxima víctima: un nuevo lector cuya mente ocupar.
La inspiración no es más que reciclaje.