Morí hace siglos, y mi nombre sigue siendo recordado. Aún, si escuchas en los lugares adecuados, un murmullo con mezcla de miedo y admiración contará mi historia. No muy alto, no vaya a ser que las palabras me despierten. Un murmullo susurrado porque hay cosas que deben permanecer dormidas.
Desde el momento en que nací, fui una maldición. Ivar el Deshuesado, un vikingo que no podría luchar, un rey que no podría gobernar, un niño que no llegaría a sobrevivir. Ivar, el pobre lisiado Ivar. El niño que nació sin huesos. El niño que fue castigado por los dioses antes de poder enfadarlos por sí mismo.
Y, aun así; luché y morí, sangré y maté, me convertí a mí mismo en algo mucho más afilado y preciso que en un guerrero esperando a seguir órdenes, yo las dictaba. Convertí mi maldición en la maldición de todos los demás, y conseguí lo que nadie nunca antes había conseguido.
Lideré ejércitos, goberné tierras, e hice todo lo que los demás no podían. Dejé de ser el pobre Ivar, para convertirme en un héroe, en un monstruo. Ivar el Deshuesado, temible general, implacable gobernante. Ivar el cruel.
Aún me recordaban. Aún lo hacían, aunque hubiese muerto muchos siglos atrás. Podrían pasar eternidades, y mi nombre no sería olvidado.
Ivar el Deshuesado.
Tampoco sería olvidada la maldición que suponía incluso el recordarme. El miedo, la pérdida y la grandeza enlazada en mi nombre. Viviría mil vidas a través del recuerdo. Viviría mil vidas a través de estas historias. Viviría mil vidas siendo algo muy diferente al lisiado que todos vieron al principio. Viviría siendo un dios.