LA CORBATA
Natalia podía describir su cuerpo milímetro a milímetro. Conocía cada uno de sus lunares, cerraba los ojos y mentalmente lo dibujaba. En su recuerdo atesoraba el tacto de su piel, su espalda musculosa, sus hombros firmes y sus piernas fuertes.
Lo conoció una tarde de invierno y la atracción fue instantánea cuando lo vio andar hacia ella vestido con su traje gris y su corbata azul claro, combinando a la perfección con sus ojos azules. En ese mismo instante, sintió una atracción irrefrenable que la llevó a acercarse a él y entablar una conversación sin sentido. Anduvieron hasta uno de los bancos de la plaza y se sentaron a hablar. El perfume que él desprendía la transportó a las playas de verano, a las flores de los jardines en primavera y Natalia se dejó llevar.
Tras tomar un café en una de las cafeterías que rodeaban el parque, se desnudaban con euforia y deseos contenidos sobre la mesa de la cocina. Él conocía las palabras exactas que al susurrarle al oído supieron hacer que no dudara en entregarse a cualquiera de sus deseos.
Aquella tarde disfrutaron de sus cuerpos y se entregaron a la pasión en cada una de las habitaciones de la casa, devorándose mutuamente.
Dibujaron el mapa de sus cuerpos, sus piernas se abrazaron, sus manos se unieron buscándose; el ansia de penetrarse los abrumó de tal manera, que jugaron a perderse en la agonía del placer con la certeza de buscarse.
Esa misma noche, prometió volver a buscarla y continuar así amándola.
Natalia cada tarde se sentaba en su viejo escritorio, cerraba los ojos y escribía sobre él, buceaba entre sus recuerdos para narrar su historia.
Una sola tarde de su compañía le bastó para no olvidarlo jamás, así que con los años su imaginación fue inventando nuevos recuerdos, nuevos besos, fugaces caricias o encuentros furtivos en lugares insospechados. Para después sentarse a escribir y narrar sus versos.
Alguna que otra tarde bajaba a la plaza y se sentaba en un banco a la sombra de las magnolias, imaginando que volvería a encontrárselo, allí donde lo conoció.
Las primeras semanas imaginó verlo pasear entre la gente, acercarse a ella sigiloso y sorprenderla con un beso en el cuello. Con el paso del tiempo, fue inventando mil excusas posibles para sus ausencias.
La agonía de esperarlo se mitigaba solo cuando se sentaba frente a sus cuadernos a escribir y relatar
Las tardes de invierno de frío intenso, se acurrucaba frente a la chimenea y en sus libretas le escribía poesías.
Otras tardes le preparaba galletas o bizcochos que se acababan poniendo duras o mohosas sobre la mesa de la cocina.
Los domingos vestía la mesa del salón con la vajilla nueva, las copas de cristal de bohemia y encargaba comida para dos que terminaban comiéndose los perros que le hacían fiel compañía.
En sus libros le cambiaba el nombre por exigencias de su editorial, aunque para ella siempre estaba presente en sus historias.
Describía viajes, paseos y encuentros donde él siempre era el protagonista.
Las tardes de lluvia lo imaginaba entrando por la puerta empapado y corría a secarlo y darle calor; para ella él era su fiel amante y su entrega era absoluta.
Las tardes de calor intenso colocaba flores sobre la cómoda, después vestía la cama con sábanas de lino blanco y allí desnuda lo esperaba, fijando hipnotizada sus ojos en el ventilador de techo que removía el aire caldeado de la habitación, hasta quedar vencida por el calor sofocante de las largas tardes de verano.
Se acostumbró a los viejos rituales, despertarse al alba para escribir en el silencio de la mañana, su baño de flores diarios, sus cremas de leche fresca, sus paseos de la tarde, el té a las cinco en “El club literario” y escribir su historia imaginaria e interminable, conservando así una juventud inventada que nadie puso en duda por respeto o por lastima.
Libro tras libro, capitulo tras capitulo, fue creciendo como escritora, narrando su vida imaginaria junto aquel extraño que pasó una tarde retozando en su cama.
Pero al igual que el abandono y la soledad que la acompañaron, la vejez y el silencio se fueron apoderando de ella y de la casa.
La enfermedad no mermó ninguna de sus facultades y continúo escribiendo a pesar del paso del tiempo.
Hasta que una tarde clara de primavera Natalia García recibió santa sepultura y fue enterrada con todos los honores que merecía una gran escritora como ella. A su entierro acudieron cientos de personas que quisieron rendirle homenaje a la gran escritora que fue en vida y que dejaba una gran carrera literaria a sus espaldas.
Nadie pudo imaginar que la misma tarde en la que fue enterrada, sus sobrinos encontrarían en el sótano de la casa los restos de un hombre, sentado en una de las sillas de la cocina, vestido con traje gris y estrangulado con su propia corbata de color azul claro.
Autora, Eliana Márquez Moreno