Los momentos de lucidez de la abuela podían contarse, cómodamente, con los dedos de una única mano. Aun así, todavía había ocasiones, mientras calentaba sus huesos al calor de aquella lumbre que tanto tiempo había visto pasar, en las cuáles ella se arrancaba con un monólogo que, aunque enfangado por las dificultades en la dicción que la enfermedad le acarreaba, describía al dedillo los hechos de su pasada juventud.
Un día de tantos, la abuela comenzó a farfullar palabras ininteligibles mientras observaba hipnotizada el fuego del hogar, de las cuáles solo podían comprenderse “La cueva del oso”, un conocido punto geográfico en el pueblo que se encontraba escondido entre los riscos y la baja vegetación de la sierra vecina. Poco a poco, su discurso fue haciéndose cognoscible al oído acostumbrado al habla castellana, y retazos de una vida marcada por el brutal estigma de la guerra comenzaron a brotar de su arrugada boca.
Contó así la abuela aquella tarde noche la historia de Pedro, un jornalero y anarquista convencido que, tras haber caído su localidad natal en filas golpistas, decidió recoger en un zurrón sus exiguas pertenencias, una cuña de queso y algo de cecina, y se echó con un puñado de sus quintos al monte, a la cueva del Oso. Mientras los ojos se le empañaban en cristalinas lágrimas trasladadas desde una lejana época y la voz se le agrietaba por el alambre de espino del olvido, contó como Pedro y sus compañeros cayeron cautivos cuando el destacamento de los nacionales hizo noche en el pueblo. También contó, con una mirada perdida que reflejaba el dolor universal, la pérdida y el desamparo, como encontró la foto que ella misma le había regalado en el frío cadáver de Pedro.
Nunca más contó la abuela otra historia.
Me ha gustado.
Saludos Insurgentes
Gracias por compartirlo.