«La ira de una bruja»

La ira que sentía crecer en su interior no se debía a que las cuerdas que ataban sus manos le estuvieran cortando la piel y hasta la circulación sanguínea. Tampoco al griterío de falacias e improperios que aquellos gañanes granjeros a los que una vez hubo considerado amigos y vecinos vociferaban a pleno pulmón. Mucho menos era provocada por la falta de justicia y el amañado juicio a la que la habían sometido.
Esa ira, ese sentimiento ardiente que se acrecentaba por momentos, amenazando con desbordarla, lo había provocado otra cosa. La traición más profunda y dolorosa que jamás experimentaría. Y no se refería a ese hombre del que se había enamorado y en el que confió ciegamente. Ese simple mortal que le había prometido el cielo y la luna, la vida entera, la eternidad, mintiendo descaradamente. Esa persona que, en cuanto supo su secreto, en cuanto descubrió que era una bruja, la acusó delante de todos y la llevó ante el consejo del pueblo, quienes iban a quemarla en la hoguera.
Esa traición en la que pensaba la había cometido ella para consigo misma. Se sentía estúpida, rabiosa, frustrada. Había caído en la trampa de las que tantas veces su madre la previno: confiar que el amor lo podía todo. No, no era cierto. El amor no podía contra la magia, contra los prejuicios, contra la ignorancia. Su amor no había podido contra ese insignificante detalle, con el mero hecho de que fueran ligeramente diferentes. Por eso se sentía a punto de explotar, de gritarles cuán necios eran todos e, incluso, de usar sus poderes en su contra. Aunque, viéndolos detenidamente, sentía pena por ellos. Sus cortas mentes no comprenderían jamás la belleza de la magia, lo que significaba ser especial, lo que se sentía al ser una bruja.