«La mamá»

Cuando lanzó la moneda al aire, Euge tuvo claro que quería que fuera cara. 
Tal como dicen, ¿verdad? Que cuando lanzas una moneda al aire, antes de que caiga, ya tienes claro qué quieres que salga. 
Se abrazó la barriga, la acarició y le susurró: “No te preocupes, pequeña, está todo bien. Mamá ya sabe lo que tiene que hacer”. Las lágrimas empezaron a rodarle mejillas abajo. 
Echó un vistazo alrededor, a la que había sido su habitación durante casi 22 años. Las estanterías combadas por el peso de los libros, el armario a rebosar de ropa que nadie se había puesto en años, el polvo encima de las figuritas anticuadas. Recogió rápido -todo lo rápido que podía en su estado. Los dos cuentos, el jarrón azul y amarillo que se había comprado con su primer sueldo, todas las fotos que había conseguido juntar con el tiempo. A muchas les faltaban trozos, pero eran mejor que nada. 
Salió de la habitación y se paró en la puerta de la habitación contigua. Podía escucharlos dentro. No estaban durmiendo todavía. Se hizo el silencio cuando abrió la puerta. Los tranquilizó en voz baja: “Soy yo”. Levantaron las cabezas de las almohadas y le sonrieron. 
Las sonrisas se desdibujaron cuando Euge habló. 
Pero los gemelos lo entendieron. Aunque fuesen tan pequeños. Sus hermanos pequeños. La abrazaron y se despidieron de la niña que vivía dentro de la barriga de su hermana. 
“No pasa nada”, digo Rodrigo entre lágrimas. “No pasa nada”, repitió el eco de Diego.
Cerró la puerta de la habitación y se fue despacio hacia la puerta de la casa. 
Se cuidó mucho de no mirar hacia la habitación donde dormía ella. La madre soltera. La carcelera. 
Euge solo podía salvarse a sí misma y a la niña. Por ahora.