Cloe volvía al pueblo tras demasiados años en la inhóspita ciudad. Se presentó en casa de la abuela buscando calor y arraigo. La anciana, que adivinó la necesidad, la llevó al desván, el cementerio de recuerdos. Cuando entraron en el lugar, un baúl antiguo tomó protagonismo. Tras abrirlo, centenares de fotos yacían desperdigadas. Las removió y dio con una caja de cristal que contenía algo que la alarmó.
—¿Qué es eso, nona?
—Una mano.
—¿De quién?
—De joven, mucho antes de conocernos, el abuelo estrechó la mano a Luis Cifuentes, y se decidió conservarla para conmemorar el momento.
—¿Cifuentes? ¿El líder revolucionario?
—El mismo. La tengo guardada aquí porque las memorias aún supuran.
—Menuda historia. Si te parece pondremos la mano en un cuadro y la cuelgo aquí. Un baúl no es sitio para algo tan histórico.
Los ojos de la viejecita se cubrieron de humedad ante el gesto de Cloe. En silencio, siguieron revolviendo el contenido del baúl. La nieta sacó un montón de fotos desordenadas y, tras hacer un mazo regular, se dispuso a verlas. La mujer de canas cambió el gesto y una sonrisa se le dibujó mientras daba nombres a los personajes que iban apareciendo en cada imagen, con una explicación detallada del lugar y el momento en que fueron tomadas. Sin embargo, para la nieta las palabras empezaron a ser tan molestas como el zumbido de un mosquito.—Un momento. No veo la mano izquierda del abuelo en ninguna foto.
—Ni la verás.
—No entiendo.
—No se conservó después de fallecer sino que se la cortó al día siguiente de estrechársela a Cifuentes.
—¿Por qué alguien haría algo así?
—Me contó que cuando estiró el brazo para saludarlo, se dio cuenta que al revolucionario se la habían amputado poco antes.
—¡Madre mía! Sea por solidaridad o ideales, voy a venir más a menudo para que me cuentes cosas del abuelo.
Saludos Insurgentes