«La Montaña»
Porque esa última noche, ella le confesó que jamás le amaría, que nunca iba a profesar por él aquel sentimiento tan hiperbólico... aquel sentimiento profundo e intenso que se resume en una palabra menuda y sencilla: Amor.
Con gran aplomo ella exgrimía que quería ser independiente, sin saber que para preparar la pócima del verdadero amor, solo son necesarios dos ingredientes: la libertad y el respeto. Él, enamorado como estaba de ella, no entendía esa extraña catarsis; esa explosión capaz de hacer arder dos cuerpos entre las llamas y que a la vez permitiera el tránsito del camino de dos almas por separado...siendo siempre dos líneas en paralelo sin tener ningún punto de convergencia. Sus pies, ennegrecidos por el pasto de las llamas, iniciaron su paso entre las cenizas, en las que aún quedaban encendidos rescoldos de una pasión.
Sus lágrimas brotaron por sus ojos y sintió como si se convirtiera en un ser diminuto ante su mirada condescendiente. Solo pudo emitir un débil "adios"... una despedida en forma de sollozo cuando en realidad jamás la hubiera dejado marchar. Pero su amor era tan firme, que tuvo que construir en segundos un puente para que ella continuara su camino.
El aparentar frialdad y desinterés hacia su persona le había mantenido racional durante un tiempo. Pero esa gran mentira se desarmó la mañana en la que volvió a escuchar su voz. Su aparente inocencia le sacó de esa realidad ficticia, haciendo que diera un paso en falso y empezara a derrumbarse. Le recordaba a los tiempos en los que hacía escalada y a la vez, se sentía como el protagonista de una de sus novelas, perdido, y desorientado.
Volvió a embriagarse de deseo y la razón dio el paso a la locura y a la ilusión.
Su pícara mirada de niña y el calor de sus labios habían sido para él una inyección de energía. Pero ya nada merecía la pena. No sabía cómo continuar sin ella. Solo había negrura y vacío ante sus ojos. Solo había oscuridad y dolor frente a su obra.
Desde ese fatídico día, levantarse cada mañana se había convertido en un suplicio. La amaba tanto que era como si antes de ella no hubiera existido nada... y después de ella, había un arenoso desierto en el que no podía respirar. Su ser se había desdibujado hasta convertirse en una sombra de su anterior silueta. Los temblores en sus extremidades le hacían agitarse como cucharillas y no conseguía llevar a cabo el dulce arte de escribir. Esa exquisita golosina en la que había convertido su profesión y que daba sentido a su vida.
Como si de una huida se tratara, cogió un vuelo y se estableció en una casa en las islas. Cada mañana se sentaba junto a la ventana, esperando que su pluma cobrara vida y escribiera aquella novela que tenía que entregar en unas semanas. Pero la pluma permanecía inerte; su musa se había marchado y un duende le había robado toda su magia, dejando su mente en blanco. Sus manos permanecían temblorosas, el papel yacía arrugado sobre su mesa y el tintero no contenía más que gotas de sangre que brotaban de un corazón roto.
Le dolía fuerte el estómago y tenía la boca seca. Sentía como si estuviera saboreando un caramelo con sabor metálico. Como si todo lo vivido se hubiera diluido igual que un azucarillo en el café.
Un buen día decidió ponerse en pie y aún dubitativo, se acercó hacia la primera montaña que había escalado en su vida. El Teide se erigía majestuoso y su fuerza volcánica provocó un ímpetu inusitado en él. Se encontraba frente al Roque de la Catedral y el corazón empezó a latirle con fuerza. Empezó a subir la pared de 120 metros de altura y sentía que no le llegaba el aire a los pulmones. Tantos años alejado de esas montañas, tanto tiempo desterrado del placer de llegar a su cumbre. Sirviéndose de su piolet, fue ascendiendo. Subió, y subió muchos metros y de repente, tuvo que acurrucarse en un pequeño hueco. Sus fuerzas empezaron a flaquear, al igual que su exangüe corazón.
Lo siguiente que recuerda es verse metido en la cama de su caserón tinerfeño. No sabe y nunca supo cómo llegó allí.
Y de repente, movido por un impulso histriónico y esperpéntico, acabó con todo lo que había escrito hasta ese instante. Como en estado de shock, cogió de nuevo su pluma y las palabras comenzaron a fluir. Empezó a relatar un mundo utópico en el que no existiera la presencia de su amor. Solo aparecería el poder de la montaña, sus ganas de vivir y el sueño extremecedor que experimentó aquella noche. Intentó borrar toda huella que le había impulsado a escribir tantas páginas semanas antes. Todo era fruto de una ilusión, de algo que no existía. Pero la montaña siempre había estado ahí; aún notaba el calor de su abrazo cuando sus fuerzas comenzaron a fallar.
Era difícil que llegara a la fecha de entrega y la editorial le iba a penalizar. Pero no le importaba en absoluto; ese libro iba a ser su renacimiento. Su especial canto a la existencia, en el que cada página iba a reconstruir un pedazo de su alma; en el que cada palabra se iba a convertir en su línea de vida. En el que cada parrafo iba a ser tan vigoroso como una roca, que le iba a proteger de toda adversidad. La escalada mas importante de su vida había comenzado y él contemplaba con inquietud lo prometedora que se le antojaba su subida.
Alicia Oliveros
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A veces utilizas palabras muy complejas (exangüe) y otras descripciones evidentes: "desierto arenoso" "brotar lágrimas de los ojos".
Relee más y cambia y mejora esas metáforas para que: 1, no suenen cliché 2. Describas perfectamente cómo se siente el autor.
Podrías usar la escalada del Teide como una metáfora completa, tratando de adaptar todo el texto a episodios de crisis subiendo la montaña y de vuelta de energía. Se nota que en esa parte hay algo personal, sólo tienes que darle unas cuantas vueltas para que el lector vea como el bloqueo se difumina esa excursión, dándole un cuerpo y un desarrollo durante la travesía.
Un abrazo.
Ismael