«La muerte se viste de gala»

Lo vi aparecer de repente, pasó corriendo entre la multitud como una estrella fugaz por la Plaza de San Marcos enfundado en un traje de arlequín y la cara pintada, pero sabía que era él. Era imposible no reconcer al bastardo que había robado la máscara de oro. Llevaba meses pisándole los talones, tenía todo lo que necesitaba para meterlo entre rejas por una larga temporada, la verdad estaba deseoso de que esta persecución se acabara de una puta vez, mi cuerpo y mi mente funcionaban a base de litros de café y demasiados cigarrillos que me estaban matando lentamente. Aunque mi edad supuestamente representaba aún algo de juventud y hacía solo una semana que había cumplido treinta años, mi aspecto era deprimente. 
Un grito estridente me sacó de golpe de mis propios pensamientos, empecé a mirar por todas partes, había perdido de vista a ese hijo de puta que me hacía más viejo, pero no tardé en encontrarlo. Caminé hacía una multitud que se agolpaba cerca del Puente de Rialta y allí estaba él, tirado como un muñeco dentro de una góndola. 
La señora del grito estridente estaba dispuesta a pasear en esa góndola, con un traje pomposo de cortesana en color rojo sangre, una hermosa máscara dorada llena de ornamentaciones y plumas rojas combinando con el vestido, pero se quedó petrificada al comprobar que el arlequín allí tirado no estaba ni borracho ni dormido, sino muerto.
Aunque me alegrara de que esa escoria estuviera muerto, el dolor de cabeza que empezaba a retumbar en mi cabeza fue creciendo como un volcano, sabía que empezaban los problemas para mí. Pero tuve una ligera corazonada que podría arreglar esa situación de mierda y esta ocasión era diferente, con mi disfraz podía ser un fantasma en Venecia. Nadie sospecharía de mí.