No era una niña más. Todo el mundo sabía que aquella pequeña era diferente. A muchos no los aceptaban únicamente por no seguir la inercia del rebaño, pero a ella, simplemente, la ignoraban sin más. Tenía una capacidad innata para crear un aura inquebrantable. En su familia decían que era así de pálida porque ni los rayos de sol se atrevían a romper aquella delicada burbuja de magia. Esos comentarios le hacían sonrojarse, ya que venían de personas que la apreciaban.
Siempre iba cargada con su mochila amarilla, que cubría gran parte de su espalda. No se separaba de ella ni los días en los que no había clase. Algunos comentaban que la veían a altas horas, cuando las calles ya dormían, sacando su mochila por la ventana y esparciendo cosas imperceptibles, que emitían un sinfín de luces extrañas. Lo cierto es que cada madrugada, la niña cogía su mochila de la silla del escritorio, se la colocaba en la espalda, salía con ímpetu de su habitación y caminaba a paso seguro en dirección a la ventana del salón. Giraba entonces la manivela con cautela, para no despertar a nadie, respiraba profundamente y se deleitaba con el parpadeo de aquellos habitantes del cielo. A renglón seguido, abría la mochila, y la inclinaba poco a poco, para que empezaran a caer las distintas máscaras que trazaban a su antojo ingeniosos giros, antes de llegar al suelo.
Algunos cuentan que caían al mismo tiempo que lo hacían sus lágrimas, mientras se podía leer en sus labios: «Por el Metro de Madrid, por Afganistán, por las Torres Gemelas, por Ucrania... Porque los seres humanos se quiten sus máscaras y puedan vivir en libertad».
Dicen que aquella noche el cielo le guiñó uno de sus cientos de ojos.
Saludos,
Carol.
Saludos Insurgentes
¡Enhorabuena!