Siete menos diez de la mañana, el despertador suena antes de la hora de levantarse. Le gusta tener unos minutos para organizar sus ideas y no perder tiempo al sentarse frente al ordenador. Toma una ducha con agua templada. Deposita en una bandeja un zumo de naranja natural, tostadas con queso fresco y un chorrito de aceite de oliva y un café solo, que le estimule las fibras y disipe las pesadillas que aparecen en cuanto se duerme.
No suele vestirse, la comodidad del pijama le relaja. Hoy desecha las viejas costumbres, necesita renovarse como escritor. Su público comienza a aburrirse y el editor ha dejado claro que si continúan cayendo las ventas anulará el contrato, acogiéndose a la cláusula número veinticuatro. Tarda más de lo deseado en elegir la ropa, mira el reloj, son las ocho menos cuarto. A las ocho en punto debe comenzar a escribir, si se retrasa le trae mala suerte, las frases se le enredan y los antiguos protagonistas intentan suplantar a los actuales. Al final se decide por una camiseta de algodón y un pantalón de los que utiliza para correr. Destierra las zapatillas de felpa y se calza unas deportivas negras. Al pasar por delante del espejo se sobresalta, no se reconoce vestido tan oscuro de pies a cabeza. Se sienta, enciende el ordenador y espera a que aparezca en pantalla el borrador de su próxima novela. Lee capítulo I, baja hasta la última línea del décimo folio y no aparece nada más, los tres capítulos que escribió ayer han desaparecido. Cierra el archivo, resopla, se recuesta en la mesa y piensa que es un error, al volver a mirar el documento aparecerá todo. Abre de nuevo el archivo y a continuación de la página diez hay un descorazonador espacio en blanco. Da un puñetazo sobre el teclado, tira la silla giratoria contra la pared y provoca un desconchón. Abandona la habitación gritando, busca a su madre por la casa.
La halla en la cocina preparándose el desayuno, vocifera, la culpa de borrar su trabajo y amenaza con llevarla a una residencia si continúa siendo un problema. La mujer no se altera, conoce el temperamento de su hijo y sus explosiones por asuntos irrelevantes. De banquero su carácter era bonachón y tranquilo. Regresaba a casa relajado. Algunos días compraba detalles para animar a su anciana madre, flores, pastas de té, revistas. Ahora se encierra en su despacho a las ocho y no sale hasta la hora de cenar, no respeta ni el almuerzo. Una madrugada, al ir al baño, fisgoneó en sus cajones y estaban repletos de bollería, galletas, chocolate, frutos secos. Descubrió que se alimenta mal, pero no se morirá de hambre. Con ese exceso de calorías normal que tenga que salir a correr todas las noches, ya no entra en su ropa. El hijo escritor es insoportable, cargado de manías y de ritos que cree que arruinarán su éxito si se salta uno de ellos.
Horacio sigue chillando, asegura que quiere destruir su carrera de escritor. Reprime una frase silenciada dentro al ver la pasividad de la mujer. Regresa a la paz del espacio en el que las ideas danzan en su mente luchando por nacer. En ese lugar no está solo, como dice su madre, convive con sus personajes, les escucha y discute con ellos los cambios que proponen. Trata de recordar el contenido de los párrafos que se han esfumado. A las nueve se siente satisfecho, ha conseguido terminar otros cuatro. Apaga el ordenador, quita los cables y se los lleva. Su madre parece haber olvidado el incidente matutino. Charla animada sobre los programas de televisión que ha visto durante el día. Prepara la cena, saborea varias copas de vino y tararea una vieja canción, contento por tener a salvo su obra.
Amanece un viernes gris y tristón. Igual se queda Horacio al comprobar que, de nuevo, han desaparecido todos los capítulos excepto el primero. Puede deberse a que es el único que le gusta a su madre, por eso le perdona la vida. Llama a la anciana llorando, con los brazos caídos a lo largo de su rollizo cuerpo, plantado junto a un ordenador que no comprende cómo ha podido conectar, con los cables escondidos en la última estantería del armario, de donde los ha recuperado unos minutos antes. La mujer llega apurando un yogur de frutas y escucha sin interés la bronca del hijo. Responde que no sabe encender ese trasto al que le tiene tanto cariño y mucho menos manejarlo o encontrar su endiablada novela. Entonces es ella la que grita, le acusa de estar perdiendo la cabeza o de haberse quedado sin recursos y querer echarle la culpa de su fracaso como escritor. El hijo la agarra del brazo y la conduce al dormitorio. Cierra el cuarto con llave y jura que no saldrá hasta la hora de comer, no va a permitir que arruine su futuro. La mujer golpea la puerta, deja caer objetos de cristal al suelo, amenaza con tirarse por la ventana.
Horacio admite que así nunca terminará la novela. La trama se le emborrona con tanta tensión. Reescribir a diario los mismos capítulos le desmotiva. Esa semana la considera perdida, igual que el plazo para presentar el manuscrito. Rellena el formulario de ingreso en la residencia, permanecerá allí hasta que termine el libro, después regresará, con su pésima memoria olvidará esa absurda manía de desbaratar su trabajo. Suena el teléfono fijo. Será su hermano, es el único que llama ya a ese número. Tarda en responder, duda si comentar la decisión que acaba de tomar. Gervasio le recuerda que el domingo hace cinco años que falleció la madre, deben preparar el traslado de sus restos al cementerio del pueblo. Horacio no contesta, en su cabeza escribe enfebrecido el segundo capítulo de su futura novela. Mientras el hermano habla sin parar, él coloca una coma, cambia un adjetivo, añade un punto y aparte, y borra lo que no le convence.