Él siempre quiso ser brillante. No le bastaba a su pluma con hacer brotar las lágrimas de aquel que la leyera, provocarle escalofríos o transportarle a mundos y épocas lejanos y exóticos. No, él siempre quiso más.
Anhelaba escribir la obra perfecta, el espíritu de la literatura trasladado al papel, deseaba trascender la simple expresión y convertirse en leyenda, eclipsando la lista de nombres y apellidos ilustres que figuraban en las enciclopedias de su casa, hacer algo excepcional que le diferenciase del resto, ser ESPECIAL con mayúsculas. Y así, impulsado por sus dorados sueños de gloria, decidió un día encerrarse en su estudio, sentarse en su escritorio y agarrar la pluma, con objeto de no soltarla hasta haber conseguido su insigne objetivo.
Su mente era un frenesí, un mar de ideas que flotaban mezcladas unas con otras y donde de vez en cuando se atisbaba alguna tabla salvadora a la que se agarraban los retazos escogidos para formar parte de las historias que posteriormente su experimentado juicio sacaría a la luz, “Esto podría hacerse mejor, Aquí falta algo, ¿Qué clase de final es éste?, No, no es la metáfora perfecta”.
Comenzó a exasperarse, viendo truncado su mayor anhelo sin haber tenido apenas tiempo de llevarlo a cabo, sus alas rotas a los pocos segundos de empezar a volar con ellas. Su conciencia le martilleaba la frente por dentro, restregándole su mediocridad, humillándole en su espantoso fracaso y grabando a fuego la aterradora certeza de que no era lo suficientemente bueno, de que no era el mejor.
De pronto, una luz se abrió paso en la oscuridad que amenazaba con cegarle, y sus convulsos labios se curvaron en una sonrisa. Al fin la IDEA surgía, la perfección tomaba forma en su mente y se anclaba bajo sus sienes. Apartó con desprecio las hojas anteriormente escritas, barriéndolas violentamente fuera de la mesa, y comenzó a llenar de tinta el papel con una impaciencia que rozaba lo erótico, como si ante sus ojos se estuviera produciendo una unión mágica y sagrada, como si la pluma le abrasara los dedos en sus ansias por derramar su contenido. Los folios iban amontonándose a su lado, al fin su sueño tomaba forma y la Literatura misma quedaba aprisionada entre sus manos. Cada hoja escrita alimentaba su orgullo, llevándole a un estado de euforia en el que nada parecía imposible y la gloria eterna casi podía tocarse con sólo estirar el brazo...
Justo cuando estaba a punto de alcanzar un éxtasis místico y se hallaba prácticamente fusionado al espíritu de las Letras, la pluma, aquella maldita infame a quien tanto había dado, que no era tal sino por él y sus esfuerzos y que de no ser por ellos habría pasado sus días como un simple objeto de escritorio, comenzó a fallarle. Trató de dominar su ira y aplacar el instinto de romper aquel objeto en mil pedazos, pero la inspiración era más fuerte que él y el torrente de palabras amenazaba con estallar en su cabeza si no le daba salida. Parecía que su genio se estaba volviendo en su contra. Decidido a cumplir su insigne cometido y esculpir así su nombre y su obra en los pilares del arte, postergando su memoria a través de los siglos, cogió con la mano que le quedaba libre el abrecartas del escritorio, sin soltar en ningún momento la pluma, y se hizo una pequeña incisión en el brazo, de la que comenzó a manar la sangre como un hilo carmesí. Acercó la pluma a la herida, guiado por un extraño instinto, contemplando cómo volvía a infundirle la vida perdida.
Continuó escribiendo a un ritmo cada vez más frenético, poseído por la caprichosa musa que había decidido bajar a visitarle, plasmando en el papel la más armoniosa historia, la belleza en su máxima expresión. Sintió un ligero desvanecimiento y algo se agitó en su interior, proyectando la sombra de un peligro incierto, susurrándole con voz asustada. “Para”. Trató de hacer un descanso y recuperar el aliento, pero su musa era de una rigidez apabullante y se había hecho con el control de sus miembros, que no le obedecieron. Desconcertado, volvió a intentarlo, con idénticos resultados. La historia seguía su cauce, grabándose en el papel con su sangre vertida a través de la pluma, y nada de lo que él pensara o dijera podría evitarlo. Vencido por el pánico, suplicó aterrado, “Por favor, detente, para esto”, mas sus ruegos se perdieron en el aire y el eco de sus lamentos quedó velado por el suave rasgar de la pluma sobre el papel. Las lágrimas se agolparon en sus ojos, la garganta comenzó a escocerle y las vísceras se le anudaron. “Dame un respiro, por favor”. Y de nuevo aquella voz repiqueteando en su conciencia: “¿Te vas a rendir ahora? ¿Tan débil eres que no te ves capaz de alcanzar tu sueño? La gloria, la fama, están ahí, alarga la mano y tócalas. Eres un mediocre…”
Sobreponiéndose al dolor que iba carcomiéndole las venas y haciendo caso omiso del mareo, guió sus entumecidos dedos sobre el papel, escribiendo la obra que habría de llevarle a la inmortalidad. Había sido elegido: la BELLEZA con mayúsculas le había descubierto sus secretos, el éxito le había abierto sus puertas, los laureles del triunfo estaban a punto de ceñirse a su cabeza y no pensaba renunciar. Por encima del dolor, de las lágrimas y la desesperación latía la promesa del renombre y el prestigio. Su cordura se esfumaba con los trazos de la pluma, su humanidad se escapaba por cada poro de su piel, y pronto quedó reducido a un charco de sangre que se escurrió para poner el punto y final a la HISTORIA, a la más sublime prosa llevada al papel. A la obra perfecta.