La memoria de mi abuelo empezó a morir cuando falleció mi abuela. Se puede decir que prácticamente los perdí casi a la vez. Su cuerpo todavía aguantó varios años, pero esa estructura contundente se iba deshaciendo y cada vez se parecía menos a quien yo había conocido como mi abuelo. Cuando los síntomas comenzaron a ser preocupantes, mi padre y mis tías decidieron planearle una vida de nómada, de casa en casa, sin reparar en que estaban obligando a abandonar su hogar a quien tanto luchó para construirlo. Mi abuelo fue un emigrante parcial, seis meses al año durante quince años, cuando trabajaba en una fábrica de azúcar en un pueblo a 60 kilómetros de París. El sueldo que allí ganaba en ese tiempo le sirvió para sacar adelante a su recién estrenada familia y compensaba que su hijo, aún bebé, llorara cuando lo veía de regreso porque para él era un extraño. Hay dinero que cuesta lágrimas.
Una mañana, cuando fuimos a despertarlo para desayunar, descubrimos que se había fugado de casa. Mis padres entraron en pánico, llamaron a la Guardia Civil y salimos a buscarlo por todo el pueblo. Yo fui corriendo a su casa, confiando en que, si todavía recordaba el camino, hubiese ido allí. Abrí la puerta y lo encontré en la planta de arriba, junto a un baúl abierto, y contemplando una foto de cuando mi abuela era joven. "Alvarito -dijo para mi sorpresa, porque normalmente me llamaba por el nombre de mi padre, y a mi padre por el de su hermano, como si debido a su enfermedad todos hubiésemos ascendido un grado en el árbol genealógico-, no me digas que tu abuela no era la mujer más guapa del mundo". El amor como cura temporal del Alzheimer. "Claro que sí, yayo", contesté, y me acerqué a él para acariciarle y darle un beso en su calva, como hacíamos desde que era pequeño e imitábamos el beso de Blanc en la calva de Barthez antes de los partidos de la Selección francesa de fútbol.
En el baúl vi un cuaderno. Lo cogí y lo hojeé. Estaba escrito hasta el final, con una letra clara y cuidada, una letra de otra época, de un tiempo sin prisas. Parecía una novela. Arrancaba así: "Caben muchas vidas en una vida, pero nadie se repone de su primera muerte". Me impactó esa frase y le pregunté qué era ese cuaderno. Entonces mi abuelo, como si se hubiera cargado de lucidez mirando la foto de mi abuela, me contó que era un intento de novela que escribió en Francia, en aquellos largos inviernos en los que anochecía pronto y algunos de sus compañeros se dedicaban a gastarse parte del sueldo en cerveza. Él se aislaba y escribía pequeñas historietas que luego les narraba para entretenerlos, pero un día cazó una historia más larga y se la guardó para él. Esa no se la leyó a nadie. Alguna vez fantaseó con la idea de que pudiera convertirse en un libro, pero entonces se decía que ningún profesional del mundo editorial leería algo escrito por un simple obrero.
En ese momento llegaron mis padres con mis tías y me abroncaron por no haber avisado de que ya lo había encontrado. Nos fuimos todos a casa y guardé el cuaderno, que disimuladamente había escondido debajo de la camiseta, bajo mi almohada. Me pasé la noche en vela leyendo el cuaderno de hojas amarillas, la forma en que se queda calvo el papel. No podía creer que mi abuelo hubiese escrito semejante obra. Por la mañana, le dije que esa novela era una maravilla y que podíamos enviar el manuscrito a alguna editorial para ver si querían publicarlo. "Claro, Joaquín", me contestó, cerrando el paréntesis nominal del día anterior.
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Mi abuelo murió hace un año. En el ataúd metimos la foto de mi abuela que miraba enamoradamente el día que encontré el cuaderno y un ejemplar de la novela que estaba escrita en él. Fue el día anterior al lanzamiento del libro. Hoy me han enviado un correo de la editorial informándome de que ya ha vendido más de un millón y medio de ejemplares, superando a Patria. Mi abuelo tuvo un best seller escondido toda su vida y no ha podido disfrutar de él. Nadie se repone de su primera muerte.
Soy periodista y siempre lo seré aunque ya no me dedique al periodismo. Licenciado en Periodismo y…
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