Esta tarde, mientras le preguntaba a mi hijo de ocho años la tabla de multiplicar, me ha venido el recuerdo de la señorita Pilar. Me he sentido transportada a esas aulas donde yo me sentí tan pequeña. He vuelto a estar sentada en uno de esos pupitres de madera, con las huellas de tantos niños tatuadas en forma de iniciales, corazones o el mote de algún profe esculpidos con la afilada punta del compás. He revivido los antiguos olores… el borrador Milan nata, que más que borrar emborronaba, pero no podías aguantar las ganas de morder una esquinita, los bocadillos de chorizo cantimpalo o foie-gras mina impacientes en la mochila esperando el recreo. He podido sentir hasta el sonido de la tiza cuando se desplazaba insolente por el encerado.
Cuando conocí a la señorita Pilar, mis padres acababan de mudarse, yo tenía diez años y lo único que quería era ser invisible. Ella lo descubrió al instante e intentó por todos los medios de evitarlo. Es curioso como pequeños gestos, pueden cambiar el rumbo de la vida. Ella supo desde el principio que sentándome al lado de Marisa, me estaba salvando, porque Marisa ha sido y sigue siendo mi flotador, con su risa, optimismo y gran corazón ha sabido vestir mi invisibilidad de colores.
¿Cómo he podido olvidar las veces que la suave mano de la señorita Pilar, me ha acompañado en el recreo a jugar a la comba o al escondite inglés?
La memoria a veces en ingrata y caprichosa. Los recuerdos se codifican de manera que unos están presentes cada minuto de la vida, como pegados a la piel y otros, se quedan bajo una capa de musgo y hojarasca esperando a que un poco de viento los saque de nuevo a luz.
Los giros constantes hacen una historia atrayente.
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes