Sumido en mi tarea rutinaria, el impresionante estruendo me cogió desprevenido. ¿Qué podría ser aquello? Mis compañeros se agolparon en una de las ventanas, la más amplia, y no pude salir de mi aturdimiento hasta que me hice un hueco en la ventana: una humareda negra se arrojaba hacia nosotros desde la torre norte. Pero lo más desgarrador no fue esa visión de llamas y negro humo, lo más desgarrador fueron los gritos, los de nosotros y los de las personas de la torre de enfrente. Yo oía gritos por encima de los nuestros, y provenían de dicha torre. Todo fue un caos, y todos quisimos salir de nuestro emplazamiento. Entonces la vi.
Asomada a una ventana de la torre de enfrente, en una de las últimas plantas, una mujer de origen asiático contemplaba el horror de lo que estaba sucediendo. Nos sé qué me retuvo en mi ventanal, pero creo que fue la firmeza y serenidad de su mirada, al cruzarse con la mía, dentro de un maremoto de gente enloquecida, gritos y llantos. Nos quedamos contemplándonos el uno al otro, intuyendo yo en sus ojos que ella sabía que era su fin. Pero había algo más. De vez en cuando desviaba su mirada hacia un punto exterior, y era como si me quisiera transmitir su calma ante lo que ella descubrió. Seguí la dirección de sus ojos, y encontré un punto alejado en el cielo, azulado como nunca ese día; era un avión, y se dirigía hacia mi torre. Comprendí todo al instante.
Cuando ella percibió mi entendimiento de la situación, esbozó una cuasi sonrisa para darme fuerza y templanza, ante nuestros últimos momentos con vida. Esbocé un conato de sonrisa, sosteniendo nuestras miradas para siempre, ante esa desconocida que acompañó mi final.