Esta mañana, al levantar la persiana de mi habitación, recordé, con gran nostalgia, la infinidad de horas que pasé frente a aquella ventana, viendo la nieve caer, cuando apenas era un niño.
Hacía ya más de una década que había visitado el pueblo que me vio nacer, por última vez. En ese tiempo, casi había llegado a olvidar lo hermoso que podía ser el despertar del día de Navidad rodeado de un impoluto manto blanco de nieve.
Los recuerdos comenzaron a agolparse en mi cabeza. Las Fiestas de aquel entonces se celebraban de una manera muy diferente. Las economías familiares no podían permitirse grandes dispendios y las reuniones se limitaban a un pequeño encuentro entre los más allegados, en los que cada uno aportaba lo que podía y donde se cantaba, bailaba y reía hasta que el cuerpo aguantaba. Por aquel entonces, Papá Noel encontraba serias dificultades para alcanzar todos los rincones del planeta y teníamos que conformarnos con lo que los Reyes Magos consiguieran hacernos llegar el día 6 de enero.
Durante un pequeño instante, cerré los ojos, tratando de recordar a cada uno de los seres queridos que ya no estaban. Precisamente, aquella visita a aquel lugar, tras tantos años de ausencia, se debía, desafortunadamente, a una despedida. Mi querido abuelo nos había dejado, para siempre, la tarde anterior y habíamos acudido a darle el último adiós. Posiblemente, aquella iba a ser la última vez en la que pisase aquella casa que tan buenos recuerdos me traía y, aquel final, se antojaba realmente cruel y despiadado. Las lágrimas comenzaron a brotar y a deslizarse, lentamente, por mis mejillas. Aquel día y aquel adiós quedarían grabados en mis retinas durante el resto de mi vida. La Navidad ya nunca volvería a ser igual que antes.
Magnífica narración compañero, enhorabuena.
Saludos Insurgentes