El hombre tecleaba fervorosamente en su portátil, tan abstraído del mundo exterior que sus pensamientos se cristalizaban frente a sus ojos. Era noche cerrada, con una tímida lluvia que le tranquilizaba el alma. Pero algo no andaba bien, porque sentía, muy dentro de sí, el nerviosismo que siempre le acompañaba en los momentos difíciles de su vida. Su mujer decía que tenía un don para predecir las desgracias, aunque se negaba a creer que lo suyo fuera más que hipocondría. Sin embargo, su instinto, muchas veces, le había ahorrado males mayores.
Decidió levantarse de la silla y estirar las piernas; tanto tiempo sentado acrecentaba el dolor artrítico de sus rodillas, que se magnificaba en épocas de lluvia como aquella. Mientras la cafetera hacía su trabajo, despejó la mente mirando por la ventana en dirección al jardín trasero, donde unas luces moribundas que debía haber cambiado semanas antes iluminaban una boca del bosque que rodeaba su acogedor hogar. Entre parpadeo y parpadeo de las bombillas, una sombra más viva de lo habitual pareció moverse en la oscuridad. Atribuyó la figura a un ladrón que vigilaba su casa para entrar a robar en cuanto se apagaran las luces, pero pronto cambió de opinión: los ladrones no se arrastraban así de rápido por el suelo.
Tras la conmoción inicial, fue corriendo al dormitorio para avisar a su mujer, que dormía plácidamente. La zarandeó con violencia y le gritó que había algo acechando fuera de casa, que había que cerrar puertas y ventanas lo antes posible si querían protegerse del peligro. Ella, manteniendo la calma, actuó como si aquel alarmismo fuera más habitual de lo que le gustaría. Se puso un camisón y siguió a su marido hasta la ventana desde donde había avistado a la supuesta criatura.
—Yo no veo nada —dijo con voz somnolienta—. Habrá sido algún animalillo. Ya sabes que últimamente esto está lleno de mapaches.
—No era un mapache —respondió él, asustado—, te juro que no era un mapache. Los mapaches no son tan grandes. ¡Tenía el tamaño de una persona adulta!
—Bueno —dijo, cansada—, cierra las puertas si así te quedas más tranquilo. Yo me voy a dormir. Despiértame si un oso se cuela por la ventana, hazme el favor.
No pretendía burlarse de él, ni mucho menos, pero tampoco estaba de humor para tratar de tranquilizarlo con su característico tacto. Al fin y al cabo, no tardaría mucho en olvidar sus manías y acostarse en la cama con ella. La escritura y las noches oscuras no le venían bien a su imaginativa cabeza.
Se negaba a tranquilizarse. Él había visto, allí fuera, una forma enorme que reptaba como reptan las serpientes. Mirando por la ventana, ya no captaba movimientos furtivos entre los arbustos, pero eso no significaba nada. La criatura perfectamente podría estar escondida a la espera de una oportunidad para atacar.
Convencido de que seguían estando en peligro, fue a avisar a su mujer una vez más. En la habitación, bajo las sábanas, no había nadie. Tampoco en el baño o en la cocina. Su querida mujer, el amor de su vida, había desaparecido sin dejar rastro.
—¡Cariño! —llamó, aterrado—. ¡¿Dónde estás, cariño?!
Solo el silencio respondió. Él era el único que seguía en la casa, aunque había visto cómo su mujer entraba en el dormitorio y cerraba la puerta. La única posibilidad que contemplaba era que la criatura, aprovechando la incredulidad de su mujer, había entrado en casa y se la había llevado.
Dejó atrás su cobardía, se puso una chaqueta y cogió la escopeta que guardaba, en secreto, en un doble fondo de su guardarropa. La había comprado por si alguna vez se veía en la tesitura de plantar cara a un enemigo como aquel. Por el camino hacia la puerta, miró de reojo la pantalla de su portátil, y le pareció ver que las letras que había escrito antes se estaban borrando por sí solas.
Cerró la puerta tras de sí y se adentró en el frondoso y silencioso bosque. Siempre había pensado que era más decorado que bosque, porque los animales no hacían ruido. Los pocos mapaches que había visto rebuscar en su cubo de basura se habían esfumado para no volver. Para la cantidad de árboles y plantas que se aglomeraban allí, la sensación de vida era muy pobre. No parecía real.
Tras varias horas de búsqueda en las que gastó todas sus fuerzas, decidió volver a casa y seguir buscando cuando saliera el sol. Lo único que conseguiría forzándose así sería morir de un infarto antes de encontrar a su mujer. En el camino de vuelta, ni las ramas secas del suelo crujían al ser aplastadas por sus pies.
No encontraba su casa. El lugar en el que había vivido durante los últimos veinte años ahora era un espacio vacío en un claro del bosque. No se había quemado ni derrumbado, simplemente había dejado de estar allí. De sus pertenencias solo quedaba el portátil, que se negaba a apagarse pese a las circunstancias.
La pena que atenazaba su corazón le impidió darse cuenta de que la escopeta que colgaba de su espalda había desaparecido. No sabía por qué, pero sentía la imperiosa necesidad de acercarse al portátil y leer el contenido del documento de la novela que llevaba años escribiendo.
Sorprendentemente, de las novecientas páginas que había dejado escritas cuando se levantó a prepararse el café solo quedaban doscientas. Se borraban automáticamente, como por arte de magia. Probó a apagar el ordenador, a apretar todas las teclas por si alguna se había quedado atascada, pero nada funcionaba.
Terminó por lanzarlo lo más lejos que pudo, allá donde horas antes había brillado un bosque mudo. Ya no quedaba ropa que cubriera su cuerpo y su piel se había tornado translúcida. Rodeado de un mundo que estaba siendo engullido por la nada, entendió que la historia de su vida, del nacimiento que no recordaba hasta su muerte inacabada, no era más que un borrador insatisfactorio.