«Labios en la muerte»

Miles de cristales esparciéndose en el vacío, como una lluvia mortal que lo rasga todo a su paso.

En esta escena que permanece en mi retina, veo el espacio surcado de cuerpos, dedos que se aferran al vacío y aullidos que se precipitan al silencio; veo espasmos de locura e impotencia en esos cuerpos que atraviesan el cielo frenéticamente, muchos con los ojos cerrados y el horror a flor de piel. El tiempo parece detenerse ante el espanto del momento, detenido para esos cuerpos con nombres cuyos huesos, esperanzas y sueños se entremezclan con el suelo pavimentado.

Y recuerdo que uno de esos cuerpos me había acariciado siendo niño. Recuerdo el cuerpo que me había sonreído con calidez aquella mañana. Recuerdo el café de Ana y su mirada de complicidad. Recuerdo sus caricias la noche pasada, su sorpresa al enseñarle la alianza, la suavidad de sus labios... tantos recuerdos suyos, tanta intimidad compartida, ahora emponzoñada por el recuerdo de verla caer, precipitándose a la carretera como una paloma agonizante y destrozada. Una paloma que llora mientras surca el cielo.

Veo otro avión que se aproxima. Abro mis brazos y me dispongo a acoger la muerte que me ofrece. No oigo los gritos, mis ojos se niegan a ver los cuerpos que anhelan escapar por el cielo. Uno me roza el hombro al saltar, pero ni me inmuto.

Miles de cristales estallan a mi alrededor como el clímax musical de una ópera clásica, destrozando mi cuerpo en decenas de miles de puntos sanguinolentos, pero no puedo sentirlo. Ya no siento nada
Sólo recuerdo la suavidad de los labios de Ana.