Estévez había encontrado la fórmula perfecta.
Sus cuentos, absolutamente todos, eran un éxito.
Era la estrella de la editorial.
Directo a ser publicados, siempre. Directo al corazón de los lectores.
Había encontrado un sistema, sin fisuras, para nunca fallar.
Se había convertido en la ninja del plagio.
Ni una sola oración había salido jamás, original, de su cabeza.
Nunca jamás se había arriesgado a que algo no funcione.
Nunca nadie la había descubierto.
Escribía y vivía como una impostora maravillosa.
Su técnica era tan refinada.
Robaba con estilo, con elegancia soberbia.
Sin embargo, nunca imaginó que ese hombre que tanto le gustaba, al que le había abierto la puerta de su casa para unas copas de vino, al que había dejado hojear la biblioteca con los libros de su falsa autoría, descubriría su secreto.
Nunca imaginó que alguien sería más freak lector que ella.
“Ah, pero sos una ladrona”, dijo, graciosa y tiernamente, sin malicia, haciendo un fondo blanco de vino tinto.
Estevez nunca pensó que también podía ser una asesina.
Ahora es las dos cosas.